martes, 20 de diciembre de 2016

La dote

La primera vez que ocurrió, fue también el momento en el que tuve la certeza de que nunca podría protegerla, y fue peor el miedo que vino después, durante los años siguientes, aflorando con más intensidad cada vez que aquella bestia volvía a mi memoria. Se convirtió en mi propia pesadilla, pero ella era tan pequeña, tan inocente...

La mujer, que en principio se había mostrado rígida e intransigente, demasiado preocupada por la seguridad de su preciada hija como para ser cruel incluso con ella, comenzó a relajar sus hombros en señal de derrota. Una derrota que la había estado atormentando desde aquella primera vez y que había tratado sin el menor éxito borrar de su mente.

— Háblame de ello —pidió el alegre viajero de ropas coloridas—. No me han dado detalles ¿Qué ocurrió exactamente?

La mujer se retorció los dedos con nerviosismo y su vista se perdió a través del vapor de la jarra.

— Fue el día de su ungimiento. No habían nacido niñas en los últimos quince años y fue... Oh. Toda la aldea estaba enamorada de ella. Y yo también, y su padre. Era una hermosa niña sana que trajo la felicidad no sólo a nuestro hogar, si no a los de nuestros amigos y vecinos —el recuerdo le dibujó una sonrisa amable y nostálgica. Más allá del vapor, aún podía ver el rostro de su bebé.

Pero el velo se difuminó cuando el hombre tomó la jarra y se sirvió otro poco, devolviéndola a aquella mesa y a la delicada situación que tenían entre manos. Ella suspiró y guardó las manos bajo la mesa, sobre su regazo.

— Oí sobre un incendio, una catástrofe sin igual. Pero sin detalles. Es curioso como los pueblos apartados atesoran sus recuerdos y dejan que se difuminen con la historia. ¿Sabéis, señora? Es así como se forjan las leyendas —él sonrió con amabilidad, pero ella sólo le devolvió una mirada cortante y enfurecida. El hombre feliz no se inmutó por ello—. Entiendo que los amargos recuerdos pesen, por favor, disculpadme y proseguid.

— No fue solo un incendio, fue una tragedia de la que nuestros amigos jamás pudieron recuperarse. El día del solsticio se le celebra a Jonos, como bien sabéis, y todos los muchachos, niños pequeños y jovencitos estaban reunidos en el templo, junto con sus padres, celebrando el comienzo de la retirada del verano. En ese templo mi niña había estado recibiendo la primera bendición de los dioses a penas unas horas antes.

— ¿Todos murieron? —preguntó el hombre con actitud seria y solemne, aunque sin rastro alguno de compasión.

— No todos, no. Los adultos... salieron. Los niños murieron —corrigió ella notando un nudo en la garganta—. Todos ellos, desde las criaturas que a penas gateaban hasta los jóvenes que esperaban celebrar su comienzo como hmbres. Todos ardieron —sus hombros se hundieron todavía más—. Fue tan terrible, que al norte, en las montañas, todavía hay gente que dice oír los lamentos arrastrados por el viento, el olor del fuego, de la madera convirtiéndose en polvo y la carne hecha cenizas. Y yo estaba en la ventana, con mi criatura en brazos. No entendía qué estaba ocurriendo. No llegué a comprenderlo nunca.

Se hizo el silencio y el hombre, impasible, respetó el dolor de la mujer aunque no le prestó atención. Saboreó un trago caliente y meditó para sus adentros acerca de cómo las gentes humildes generaban sus propios demonios después de una gran pérdida. Poco impresionado, chasqueó la lengua y se dispuso a tomar una de las frutas de un cestillo cuando la mujer retomó su historia.

— Esa noche yo tuve que quedarme. Durante mucho tiempo creí que el pueblo entero nos había maldecido por aquello. Por envidia, por el dolor. Yo me había retirado con mi recién nacida y no podía abandonarla mientras todos trataban extinguir el fuego, desesperados.  Durante los meses siguientes todos me miraban, podía notarlo. Mirad, ahí va esa... Ramera de la fortuna, les oí decir una vez. Y yo no podía contarles lo que ocurrió aquella noche, no pude, sentí que sería peor que lo supieran. De saberlo, entonces me condenarían a mi y a mi familia al destierro. Estoy segura de eso.

— ¿Qué más ocurrió? —retomó su interés al comprobar que la mujer se sentía más abatida por su propio secreto que por el atroz suceso en el templo de la aldea.

Ella se encogió sobre si misma y trató de refugiarse en la tenue luz de la mañana que empezaba.

— Era muy tarde, de noche. Yo no era capaz de conciliar el sueño. Mi niña estaba en su cuna, en el cuarto de al lado, y mi esposo entró por la puerta de nuestra habitación cubierto entero de hollín. Había estado llorando y peleando, pero cayó derrotado al borde de la cama. Cuando quise preguntarle, rompió a llorar de nuevo, y en su ropa traía el olor de la muerte. Entonces lo oímos.

La mujer tragó saliva y fijó la vista en un punto de la mesa, como si su recuerdo estuviese justo allí.

— Era como... un golpeteo, un chirrido repetitivo que provenía de la habitación de mi bebé. Poco después de que empezase la oímos llorar, y fuimos corriendo a su habitación pero....

— ¿Pero?

Ella negó con la cabeza.

— No logramos cruzar el umbral de la puerta, nos quedamos paralizados. La habitación estaba... oscura, fría. Había algo dentro, pero no lo vimos enseguida. Sentí que me había metido entre las fauces de una bestia infernal y que su lengua serpenteaba a mi alrededor.

El hombre, que escuchaba con atención, movió la cabeza tratando de apremiarla para que prosiguiera. Ella le miró, esperando no encontrar prejuicio en aquel par de ojos azules.

— Una sombra. Al principio parecía una simple sombra, pero... era lo que estaba haciendo llorar a mi niña. Era un... parecía un hombre. con el cuerpo negro, el rostro negro, creí poder ver a través de él pero se materializó de forma espantosa. Era un gigante hecho de sombras, hombros y espalda muy anchos, desnudo, muy, muy alto, con los brazos flacos que le llegaban casi hasta el suelo. Y tenía garras —hizo una pausa y se humedeció los labios. Poco a poco el recuerdo se volvía nítido y eso la incomodaba—. Garras en sus manos, largas y finas. Sus piernas se doblaban como las de una gallina, y allí también tenía garras que se hundían como raíces en el suelo. Aquella oscuridad salía de él, y nos miraba. Tenía unos ojos que parecían vernos desde muy lejos, y no parpadeó ni se movió. Sólo mecía la cuna.

Era la primera vez que contaba aquello, y de pronto notó su error. Suspiró pesadamente y dejó caer la vista, incapaz de atreverse a interpretar una posible mirada de burla. Pero el hombre no se estaba burlando de ella. De pronto, las historias que había oído sobre aquella muchacha carecieron de importancia. Supo enseguida que su intuición no le había fallado.

— ¿La estaba meciendo? ¿La sombra? —preguntó y la mujer volvió a mirarle despacio.

— Con una de sus garras. Tenía la cuna agarrada por el cabecero, y tiraba de ella, de un lado a otro, tan rápido y con tanta fuerza que el bebé iba de un lado al otro y por un momento creí que se caería. Y ella lloraba, y lloraba. Y yo no podía moverme. Cuanto más mirábamos, con más fuerza empujaba la cuna de un lado a otro. Hasta que paró de pronto. Como con un parpadeo.

El hombre alegre de ropas coloridas se movió en su asiento y sus joyas tintinearon. Se recostó en el respaldo de su silla y guardó silencio mostrando una simulada preocupación para evitar que la mujer creyera que la estaba juzgando.

— Sencillamente, de un momento a otro, todo paró. La sombra desapareció y la luz del cielo nocturno volvió a bañar la habitación. En mi cabeza seguía oyendo el llanto desesperado de mi niña, pero en realidad ya no estaba llorando. Creo que no lloró en realidad. Cuando por fin conseguí entrar, me acerqué a la cuna y allí estaba, profundamente dormida. De nuevo me pareció la criatura más hermosa que había visto nunca.

Tras un momento de pausa, el hombre se permitió tratar de animar la conversación. Dio un respingo con una sonrisa y volvió a llenar los dos tazones con la jarra humeante.

— Nuestro contacto a medias no mencionó detalles tan íntimos, por supuesto. Pero si que me habló de las sacerdotisas. Sin sus palabras, sin el empeño tan exagerado que puso en conseguir que me plantease esta transacción, no estaría aquí.

— Ellas simplemente me dieron la enhorabuena —dijo sin más la mujer desganada—. Dijeron que los dioses me habían bendecido con una niña, y que ella era una niña doblemente bendecida, que no era otra cosa que un poderoso don. Pero... ¿un don? ¿Qué clase de dioses otorgan dones así y a criaturas inocentes? Me hablaron de sueños, de profecías... Pero yo se que aquello sigue estando con ella. Hay monstruos, demonios viviendo a su lado, dentro de ella, que salen mientras duerme. Nunca recuerda nada, y creo que es mejor así. No puedo —su voz se rompió momentáneamente—, no puedo protegerla. Lo se. He hecho todo lo que pude, y sin embargo dentro de mi siento que nunca será suficiente. Debe estar con alguien que pueda comprenderla y protegerla de verdad.

Aquellos fueron las palabras mágicas. El hombre sonrió complacido para sus adentros y se acomodó todavía más en su silla. Estaba plenamente satisfecho con lo que le parercía un trato y una oportunidad irrepetibles. Pero era un hombre cauto, sabio en aquellos menesteres y no podía mostrarse impaciente o con prisa. Se tomó su tiempo para consolar a la exhausta madre, para dedicarle sus más afectuosas palabras, plegarias y deseos. Debía procurar que no se echase atrás, no ahora que habían llegado tan lejos, que había viajado tanto por incómodos caminos para llegar hasta aquella mesa. Pero, en su interior, ya estaba saboreando el premio, el triunfo. La chica de los sueños proféticos, se dijo a si mismo. La chica que jamás ha visto con sus ojos nada más allá de su jardín, y que sin embargo podía ver los horrores más inmundos de aquella vida y de la otra, tal vez. Y por tan sólo un puñado de cabezas de ganado.





jueves, 15 de septiembre de 2016

Dragón

Cayó al suelo abatido por el intenso hedor. El calor le quemaba las fosas nasales, la garganta y los pulmones como nunca creyó que un fuego pudiera hacer. No fuego que hubiera conocido en este mundo ni en esta vida, no un fuego de llamas y brasas.
Los músculos entumecidos se negaban a obedecerle, la parálisis del terror le permitían pensar tan sólo, una y otra vez, en qué si bien no podía morir, ¿cuál sería el dolor más tormentoso que podía sufrir su cuerpo?

El dolor y el hedor tenían forma de bestia alada, una monstruosa aparición que aseguraba aparecérsele desde aquel mismo instante cada vez que cerrase los ojos. Cada vez que parpadease.
La bestia escupía y vomitaba bramidos que parecían sacados del estómago del infierno. La sangre se le heló en las venas al ver que el cielo quedaba cubierto por su sombra espectral. El cuerpo fibroso y abultado crujía a cada movimiento, los músculos emitían un sonido tan denso al tensarse que podía masticarse. Las alas, membranosas y gruesas, extendían el calor antinatural que emanaba de sus entrañas y se solidificaba al filo de la piel de roca, creando venenosas escamas sin forma.
No podía describir a aquel ser, jamás había visto nada similar y creía que se trataba de una mala pesadilla, pues parecía algo impropio también del mundo al que estaba acostumbrado. Allí tendido, en la tierra batida y torturada, se sentía como una ofrenda viva a un dios despiadado, allí tendido, en la cima del mundo, al final de toda la existencia restante y donde nadie podría volver a oírle jamás.

El animal batió las alas y se retorció sobre sí mismo. Buscaba hambriento al desvalido que se había rebelado ante él, tratando de girar su abominable cuerpo con esfuerzo y fiereza para que sus fauces apuntasen en su dirección. El guerrero, desarmado, notó entonces su cuerpo más pesado que nunca, aplastado contra el suelo, somo si la sola presencia del demoníaco ser fuera suficiente para golpearle y dejarle fuera de combate.

Una bocanada de aire entró en sus pulmones y volvió a saborear el vómito que le sobrevenía. Un nuevo batir de alas y la tierra vibró bajo él, aquejada del mal que la sobrevolaba. El animal se dejó caer sobre sus poderosas patas traseras revestidas de magma aún fuído y zarandeó la cabeza, empujada por su propio peso. Luego las mandíbulas crujieron para abrirse a un pozo cuajado de dientes. El chirrido ensordeció al guerrero, y por un momento creyó sentir que el furioso rugido haría quebrar sus huesos en miles de pedazos como una frágil vasija de cristal estampándose contra un suelo. La boca del demonio se cerró y sólo entonces el hombre contuvo la respiración esperanzado. En medio de la tormenta más cruenta, la lluvia de sangre cesaba para dejarle ver un finísimo rayo de sol. En cuanto había tenido la oportunidad y el monstruo se dejó ver claramente, comprobó que en sus oscuras cuencas solo había un tenebroso vacío muerto. Había tenido ojos en el pasado, pero allí donde un día habían estado, sólo quedaba un cuajado testimonio de órganos putrefactos, derretidos e inservibles.


Sabía que los dioses, los de los hombres y los de las criaturas ancestrales, podían verle a través de los siglos y de la oscuridad del cielo, los mismos que habían enmudecido cuando le sacrificaron a un fantasma berreante de vísceras y sangre, más complacidos por las desdichas humanas que conmovidos por sus súplicas. Los crueles dioses, los que jamás estuvieron de su lado, habían aprobado ponerle al límite de sus posibilidades humanas, y habían creído que sería más entretenido permitirle soñar con la probabilidad de concebir una mínima oportunidad de éxito ante un dragón ciego.



***

domingo, 22 de mayo de 2016

Mazmorras

Se pasó la mano por el rostro y con la yema de los dedos ejerció presión sobre sus párpados, tratando de aliviar el escozor de sus irritados ojos. Cuando levantó la cabeza para dejar de leer y vio la oscuridad de la noche a través de la ventana, supo que había pasado demasiado tiempo leyendo, tanto que ni si quiera sabía qué noche de qué día era aquella. Se levantó de la gran silla de piel y madera y caminó entumecido hasta la ventana. Abajo, en la plaza, los faroles seguían prendidos y la gente de la ciudad continuaba con una celebración de varios días. Los adoquines de piedra estaban cubiertos de vino y cerveza, los grupos ruidosos iban de aquí allá, tropezándose entre si, había música, cantos, risas, gritos. Desde su ventana el gobernador no recordaba una fiesta en la que los ciudadanos ebrios no terminasen peleándose entre si por alguna discusión absurda y nimia, magnificada hasta extremos ridículos.
En aquella ocasión, no era una celebración típica; un momento social en el que los vecinos aprovechaban para embriagarse, murmurar, extender chismes, cortejar, robar, retarse y perderse entre las multitudes de rostros poco a poco transformados a medida que la noche se aproximaba al nuevo día. Todos allí abajo bebían y cantaban por un mismo motivo, solo uno y el gobernador, que comenzaba a sentir el cansancio de una edad temida por los hombres, no podía más que sentir recelo por todos ellos.

Se apartó de la ventana, abrumado por sus propios pensamientos, y regresó a la mesa donde el libro continuaba abierto. Pasó los dedos por una de las viejas hojas amarillentas y se dirigió a la puerta de su dependencia. Fuera, a ambos lados de la puerta, dos guardias con casco de bronce y alabarda vigilaban como estatuas que formasen parte de la decoración de guerra.

—Llevadme a las mazmorras — ordenó con la voz cansada.

Ambos soldados se pusieron en marcha. Uno en cabeza, otro a sus espaldas, custodiaron su camino a través de las estancias y pasillos de piedra hasta salir del confort de la gran casa. Entraron en las dependencias de los guardias, traspasaron la primera muralla y llegaron hasta uno de los torreones que servía como entrada a las mazmorras subterráneas. Una vez dentro, el hombre tomó una de las antorchas y se volvió hacia sus centinelas.

—Id a descansar lo que queda de noche y que otros os releven hasta el amanecer. No quiero volver a ver vuestros cascos hasta pasado el mediodía.

Los dos soldados saludaron con absoluta marcialidad y obedecieron dejándole a solas en el túnel de roca que daba paso a los diferentes niveles de celdas. En aquel lugar oscuro y húmedo iban a parar los peores criminales, aquellos que, después de una serie de juicios, se los condenaba a un encierro que duraría lo que tardasen en morir de hambre y sed. En los niveles más bajos se confinaban a los peores hombres, mientras que en los superiores se encerraban temporalmente a aquellos reos a los que les esperaba una muerte pública. Un verdugo daba muerte del modo deseado por la mayoría, y su cuerpo era arrojado por el acantilado que separaba la ciudad en dos mitades.
No tuvo que descender ningún piso, y después de unas cuantas decenas de varas a través de los pasillos estrechos, se detuvo frente a una de las puertas de grueso hierro, negra, sin ningún tipo de abertura o ventana. De su cinturón ancho de cuero pendía la vaina de una espada ligera a un lado y un manojo de llaves de todos los tamaños, todas oscuras y viejas, pero sólo había una romboidal que servía para abrir aquellas puertas. La escogió con el tacto de entre todas las demás, la desprendió del resto e hizo girar tres veces las dos cerraduras que fijaban la puerta a la hoja. Cuando logró abrirla, un hedor a humedad y humanidad emergió del interior como si hubiese tomado forma tangible. Casi era capaz de masticar la peste que se le metía como dedos tibios por la boca y la nariz. Sin traspasar el umbral, el hombre iluminó el diminuto interior con la antorcha y arrojó luz sobre un cuerpo tendido en la fría piedra, con la espalda apoyada en una de las paredes y la cabeza tan caída que parecía tener el cuello roto. Sin embargo, en la soledad de aquel lugar umbrío era capaz de escuchar una leve y lastimera respiración irregular.

—Deberías haber muerto de sed hace tiempo, pero ahí estás, paladeando aún la fetidez de lo poco que le queda a ese cuerpo miserable.

Su voz era como un insulto proferido con la mayor repulsión que podía sintetizar verbalmente. Pero mayor era la rabia, que le obligaba hablar pausadamente para no atragantarse con sus propias palabras. Al oírle, el reo comenzó a reír débilmente y de inmediato un ataque de tos seca le sacudió el cuerpo. A penas tenía fuerzas para separar la barbilla del pecho.

—¿Habéis venido a compartir mi almuerzo? —preguntó agotado antes de que su saliva convertida en arena se agarrase de nuevo a su garganta y le hiciera toser con mayor violencia.
Estiró las piernas y un intenso olor a putrefacción se esparció por el aire, haciendo que el gobernador arrugase la nariz y retirase hacia atrás la cabeza, mas no se movió de su posición.

—El pueblo quiere ver como un verdugo cercena tu cuello hasta hacer saltar tu cabeza. Algunos quieren llevarla en volandas como un trofeo, clavada en una pica. Es una mayoría, pero los hay que creen más justo entregarte vivo a la muchedumbre para que ellos mismos te despedacen con sus manos. En toda mi vida, y he tenido que dictar sentencia a muchos cientos, había aceptado la crueldad que a veces me imploraba mi gente. Pero ahora... Ahora que puedo verte bien, ver lo poco temible que resultas ahí echado, ahora que puedo oler de qué está hecha tu alma negra, desearía ceder a ese instinto y sacarte yo mismo los ojos de las cuencas.

El cabello lacio, largo y sucio del reo ocultó un gesto, no de burla, si no de desagrado, mientras levantaba un poco la cabeza y volvía a balancearla.

—Pero he leído mucho sobre los hombres como tu —prosiguió —. Una resistencia increíble y un espíritu de invencibilidad envidiable. Los panaderos, herreros y zapateros caerían agotados todos ellos antes de que tu te tambaleases por las palizas. Algo tan cruel, de raíces negras tan profundas, sólo merece ser cortado de un sólo golpe y de modo definitivo, demasiado rápido, tal vez. Mis pobres hijos... —su voz flaqueó —. Ellos no tuvieron tal suerte.

—Sus hijos —murmuró quedamente intentando alzar la vista para mirarle. La puerta abierta era una suerte de ventana al exterior que renovaba el viciado y pesado aire que retenía en los pulmones, y notaba su sentido estabilizándose poco a poco —. Eran hombres, no niños. Los hijos de nobles, reyes y justos gobernantes suelen ser instruidos para blandir espadas en virtud de sus honores y el de sus padres, pero no reciben la disciplina que les enseña a reconocer en qué momentos deben o no interponerse en el camino de un hombre desesperado. Lucharon bien, pero me resultó tan sencillo sacudírmelos de encima que casi llegué a sentir lástima por tal desperdicio. Debió darles a sus hijos esos libros, de paso que les enseñaba a no subestimar a una bestia, como dicen que soy, cuando va desarmada.
Como cabría esperar, el gobernador se sintió profundamente ofendido. Adolorido aún por la recentísima herida de haber perdido el mismo día a sus cuatro hijos varones, maldijo al asesino, a sus manos, al maestro de espadas que instruyó a sus vástagos, a la loca decisión de acudir juntos a la defensa de la torre principal y a sí mismo por no haber hecho nada por evitar un desenlace tan descorazonador y al mismo tiempo previsible como había sido aquel. Maldijo a los guardias que no repararon en aquel hombre, demasiado acostumbrados a los rasgos extraños y exóticos de las muchas y diferentes personas que cada día visitaban la ciudad del cañón. Maldijo y escupió sobre todas las cosas, salvo en la oportunidad que le estaban brindando los misericordiosos dioses en aquel preciso momento.

Sin soltar la antorcha, y notando sus ojos empañados por la rabia y el dolor, llevó la otra mano a la empuñadura adornada de la pequeña espada para desenvainarla suavemente, midiendo con cada gesto la naturaleza de sus pensamientos y de lo que deseaba hacer. A penas alargó un poco el brazo, fue capaz de tocar con la punta del filo el mentón del condenado y hacer le levantase la cabeza. Y no vio más que negrura y locura en los ojos que se cruzaron con los suyos.

—Deberíais dejarle eso al verdugo. Ambos sabemos que me queda mucho para morir de sed.

—Debería ensartarte, lo suficientemente despacio como para que tuvieses tiempo de suplicar, pedir perdón, llorar y notar como se te pudre el cuerpo antes incluso de que llegues al último sótano del infierno.

La idea no impresionó al reo. Más que eso, pareció encontrarla atractiva.

—Mi cuerpo lleva mucho tiempo pudriéndose —aseguró mientras el frío acero le acariciaba la nuez —. No soy un hombre cruel, creedme, aunque haya actuado con crueldad en el pasado. Hace unos días asesiné a cuatro cuyos destinos colocaron ante el hombre equivocado. Hijos del hombre equivocado. Como me imagino lo han sido todos hasta ahora.

El hombre apretó los dientes y el filo contra la piel al mismo tiempo, y un hilo de sangre negra comenzó a recorrer la garganta hasta las maltrechas ropas del prisionero. Este, en cambio, a penas se inmutó. El dolor punzante era casi placentero, como si hiciera revivir su nervio tras lo que le había parecido una eternidad encerrado.

—¿Lo haréis? —preguntó entrecerrando los ojos.

—Lo haría si ahí arriba no hubiese una muchedumbre enloquecida deseosa de ver cómo te despedazan. Pero quizás debería olvidarme de todo eso y hacerlo yo mismo, nada me complacería más y cuanto más lo pienso menos problemas encuentro. Vería en sus ojos cierta decepción, pero no me culparían. Podría... Podría y me tientas con ese desdén sin medida. También he leído sobre eso. Un absoluto desinterés por todo y por todos.

—Tantos libros.... —masculló el prisionero —y seguro que sois un hombre enormemente supersticioso. Es lo que ocurre cuando uno lee tanto sobre dioses, monstruos y espíritus vengativos.
El hombre apoyó la punta de la espada en su hombro y comenzó a ejercer cierta presión. Notó como el cuerpo se resentía bajo la herida pero no escuchó queja alguna.

—Ya he pagado por mis pecados, miserable. No me quedan herederos —aclaró —y tu muerte no representa un remordimiento para mi. Al contrario, hay dioses conmigo ahora que me apremian a vengar las almas de mis buenos hijos.

El reo levantó la cabeza. No sentía tales presencias, pero tal vez el gobernador si, o tal vez no fueran más que sus demonios propios susurrándole que hiciese lo que tanto deseaba, aquellas voces tentadoras que tan a menudo se pegaban a los oídos de los hombres desesperados y cegados por pasiones terribles.. Le miró y no vio más que un anciano acabado, cansado y dolorido. Aunque no llegase a comprender aquel dolor, sí podía comprender que aquel no era ni de lejos un hombre que mereciese el infierno. No al menos al infierno que parecía pretender caer por conseguir tan ínfimo alivio.
La punta afiladísima se hundió en su carne y no pudo evitar retorcerse un poco, ahogando un gruñido. Alzó una mano y envolvió el filo entre sus dedos, impidiendo que siguiese avanzando.

—Quizás si debería pedir clemencia ahora que mi vida languidece tan penosamente entre estas paredes y vuestra afilada hoja —balbuceó con debilidad y los ojos del gobernador brillaron —, pero mi carne será igualmente atravesada y no hay piedad que escuche mi corazón corrompido. No hay piedad aquí, ni más allá de esta noche de lobos hambrientos. No habrá nunca consuelo, ni calma ni paraíso. Se abrirá el cielo y caerá en mil pedazos en el fin de los días y sólo entonces mi eterna batalla llegará a su fin. Ahora o mañana, cuando la sangre deje de recorrer mis venas y ese filo vuestro brille al otro lado de mi cuerpo, estarán al otro lado aguardándome las ascuas en los ojos de todos aquellos que ajusticié a la ligera. Cabalgarán sobre mis huesos hasta astillarlos, tantas veces como persigan las lunas a los soles. Mas recuerda —alzó la vista y clavó los ojos en los del gobernador, tan ansioso de darle muerte como de escuchar razones por las que no hacerlo—Mi mente está igual de afilada. Esta noche, cuando hayas caído sobre tu cama, agotado, tristemente embriagado por un triunfo menos que mediano, mi recuerdo y fantasma se presentará en tus sueños desde el pestilente infierno. Te atormentará cada vez que pliegues los párpados con visiones de lanzas atravesándome la garganta, a los perros errantes comiéndose mi carne mientras agonizo noche tras noche por un sólo instante de sosiego en una eternidad de merecidas calamidades. Mátame ahora, cumple con tu deber y acalla esas voces y recuerda después, que antes los jueces del más allá, mis pavorosos crímenes de guerra y este acto que vas a cometer no se distinguirán de origen, y serás tan despreciable asesino como yo.





***

domingo, 1 de mayo de 2016

Cazadores

El camino que cruzaba la arboleda de viejos y enormes olivos serpenteaba arenoso bajo los brillantes soles de la mañana. Era una ruta alternativa al camino principal que conducía directamente a la aldea, ofreciendo un rodeo mayor, que llevaba a una pequeña posta para los viajeros. El objetivo era llamar poco la atención, y el motivo eran sus habituales visitantes y huéspedes; lo peor que podía dar cada región de sí misma.

—Todavía es temprano, no creo si quiera que el viejo Hung se haya levantado de la cama —se oyó decir a una voz ronca a lo lejos.

— Ha debido de hacerlo, si quiere limpiar de vino y sillas rotas el estropicio de todas las noches a tiempo—se oyó a otra en tono burlón.

Los dos hombres, una pareja de harapientos rufianes que escondía afilados cuchillos entre los pliegues de telas, se dirigían como cada semana a la posta de Hung a recobrar las fuerzas por medio de bebida y todas las clases de carne que el viejo podía ofrecerles. Unos huéspedes que llevaban años permitiéndole al negocio seguir manteniéndose en pie, se habían vuelto exigentes con el tiempo, y consentidos por el hombre que comía gracias a ellos, no sólo se conformaban con carne de caballo y cabra, reclamaban también la de las jovencitas, a menudo sin familia, que terminaban recurriendo a aquel antro para alejar su vergüenza de los conocidos y ganar algunas monedas.

— Alto —ordenó el de la tez más oscura bajando el tono de voz y alzando una mano.

Su compañero obedeció y miró en la misma dirección, esbozándosele una amplia sonrisa al comprobar de qué se trataba.

Sobre una roca grande a un lado del camino había algunas prendas de abrigo. Quien fuera que se hubiese parado a descansar, había dejado también una bolsa de viaje y un cayado. Además, los restos de una pequeña fogata aún humeaban tras haberse apagado hacía poco.

— Una mujer — siseó el de piel más clara tomando una de las prendas para inspeccionarla. Demasiado colorida y elaborada para tratarse de un basto jubón de hombre.

— Ha debido apartarse, quizás en el arroyo que hay aquí cerca...— la idea de pronto se le antojó divertida. Inspeccionó dentro de la bolsa y no encontró más que pan duro y algunas ciruelas secas aplastadas contra el fondo.

— Si su intención era parar en la posta a rellenar esto, voy a conocerla yo antes. Espérame aquí.

El moreno salió del camino de un salto y se dirigió hacia donde un pequeño arroyo murmuraba al norte alimentando la tierra, un poco más allá, escondido entre los grupos de árboles. El otro estaba demasiado interesado en recuperar fragancias de las ropas abandonadas con su nariz torcida por los golpes.

— Clavo y flores —murmuró frotando el mentón contra la tela — y sudor. Seguro que ha ido a lavarse. Es mejor si las chicas están limpias.

Una risita. Se arrepintió de no haber sido él el que fuera a buscarla, pero sin duda la buena amistad que unía a los dos hombres permitiría compartir el premio. Desde luego, un poco de pan duro no daba ni para empezar, y la mañana prometía ser generosa con ellos.
De pronto, un ruido, un rumor de hojas y ramas. El blanco de piel cetrina y blanda como la mantequilla giró sobre sus talones y observó a su alrededor.

— ¿Estás ahí, mujer? — preguntó con la voz cantarina, y las ramas de un grueso olivo se agitaron. Su sonrisa creció —. Tal vez pueda conocerte yo primero. Al fin y al cabo, mi amigo es un bruto ignorante, no sabría tratarte con delicadeza — y arrojó la prenda sobre el suelo y tomó el cayado abandonado.

Se acercó al tronco ancho y retorcido del viejo olivo y miró hacia arriba.

— Deja de esconderte y baja, se que estás ahí — y sujetando el palo con ambas manos apretó con los dedos la madera y trató de retorcerla.

Un nuevo crujido, y algo asomó. Al rufián no le dio tiempo de reaccionar cuando un pesado cuerpo se desplomó sobre él tirándolo al suelo. Gruñó y trató de levantarse, pero dos manos le sujetaban con firmeza por debajo de los hombros, y cuando las miradas se cruzaron, su rostro se desencajó de desconcierto.
Tenía sobre él a un hombre desnudo, de piel cubierta de marcas e infinidad de cicatrices, el cabello largo, enmarañado, del color de la ceniza y unos ojos tan claros que a penas si tenía pupila, dos pupilas negras, pequeñas, clavándose en las suyas.
Forcejeó, y el extraño pareció cernirse sobre él con mayor fuerza. Maldijo en varios idiomas y cuando quiso gritar para pedir ayuda, el ser que los había estado espiando lanzó una dentellada a su garganta. Ahogó el grito entre sus dientes, los hundió cruelmente en su carne y cerrando la mandíbula con fuerza dio un tirón, irguiéndose como una fiera salvaje que acababa de cazar a su presa. La tierra se empapó enseguida y el hombre murió entre espasmos y un horrible gorgoteo. Pero todavía quedaba uno.

El hombre desnudo, más que hombre una bestia sin habla, se levantó y rodeó el cuerpo dando saltitos para tomarlo de un brazo y arrastrarlo entre los árboles en la dirección que había tomado el otro. Cuando llegó al arroyo, su compañero volvía de río arriba después de una búsqueda infructuosa.
Creía que era su compañero quien salía a su encuentro, pero al alzar la vista le vio despedazado en el suelo y a una criatura flaca en cueros de pie a su lado. De huesos deformados y extremidades demasiado largas, con la boca roja y la sangre chorreándole por la garganta y el pecho. La criatura sonrió y enseñó los dientes rojos. Emitió un sonido agudo, encogiéndose de placer al comprobar que el otro era incluso más carnoso y de mejor aspecto.

El moreno contempló rápidamente las posibilidades mientras desenvainaba uno de los cuchillos de su cinturón. Entendió que alguien tan escuálido sólo podía haber cogido por sorpresa a su amigo, y eso no le ocurriría a él.

— Bestia inmunda —el hombre escupió a sus pies al ver la horrible herida que había dado muerte al otro —. Hombre que come a hombres, estás condenado, maldito.

La criatura no le contestó más que con aquella sonrisa ansiosa, y a verla débil, encorvada, el rufián fue imprudente y se arrojó a por ella. Sin embargo resultó ser extremadamente ágil. Tan sólo necesitó brincar a un lado y rodar para esquivar un golpe demasiado lento y torpe. Tropezó y cayó de bruces sobre el cuerpo de su amigo. Su garganta desgarrada fue lo último que vio antes de que una mano flaca, de dedos largos y uñas como garras cubriese su rostros y le desgarrase la carne dejándolo ciego de forma terrible. Dejó caer el cuchillo y gritando se llevó las manos a la cara. De nuevo, el medio hombre, medio bestia, atacó el cuello. Al ver que un mordisco no era suficiente, arañó y arrancó tiras de carne con sus manos hasta que dejó de emitir sonido, de respirar y de moverse.

Los dos soles se habían ido desplazando con calma a través del firmamento sin nubes, y la criatura escuálida resultó tener un hambre voraz. Comió tan ansiosamente como pudo sin atragantarse, arrancó brazos, dedos, pies, masticó la carne cruda y sólo dejó huesos y ropa. Abandonó los huesos al pie de un árbol, cerca del arroyo. No le importaba compartir las sobras con las alimañas de los alrededores que probablemente alcanzarían el lugar al caer la tarde.

Con el estómago lleno, complacido y satisfecho, inspeccionó las ropas de los dos muertos. Las encontró demasiado viejas y raídas como para poder hacer nada con ellas, y las arrojó al río. Inspeccionó sus bolsas y encontró monedas y algunas cosas de mediano valor. Enterró entonces todos los cuchillos y armas que encontró, y se llevó los saquitos de cuero tintineantes a la roca donde la hoguera apagada ya se había enfriado.
Añadió el botín a la pila de objetos abandonados y se dispuso a encender una nueva hoguera utilizando dos piedras redondeadas por el agua del arroyo. Dos le habían alimentado más que uno, pero si aparecía otro, o incluso más, no desperdiciaría la ocasión.



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sábado, 23 de abril de 2016

Las ruinas de Kattbalar

Se había alzado hacía más de dos siglos como el castillo más recio e imponente de las tierras grises de ceniza. Construido sobre una colina próxima al mar, en la cima de un acantilado, su torre del homenaje podía verse desde varias leguas de distancia, como la lanza de un soldado inquebrantable, siempre vigilando. La brisa salada había traído antaño a viajeros y mercaderes de todos los rincones del continente.
Las sedas, especias, criaturas exóticas de extraño pelaje, aves coloridas y todas las joyas hechas de todos los tipos de piedra, metal y conchas, se amontonaban en las calles, cuando, con cada luna llena, el mercado se convertía en una ruidosa fiesta bañada por los soles durante el día, y los faroles verdosos y dorados por la noche. Durante días, las caravanas iban llegando llenas de mercancías lejanas y partiendo al hogar con otras muy distintas. Bardos, bailarines y taberneros llenaban sus bolsas, y el gobernador se honraba a sí mismo y a su familia celebrando banquetes para los residentes del castillo y sus visitantes.

Dos siglos después, la comida, las canciones, las luces, los ruidos y los olores se habían hundido en el mar sureño. El castillo había desaparecido. En su lugar había un suelo de piedra agrietado y cubierto de lodo seco. Los muros eran serpientes de roca rota que bien podían ser caminos, y de la imponente torre del homenaje no quedaba más que un semicírculo derruido, con un esqueleto de escaleras en espiral quemadas. Las ruinas se alzaban a duras penas sobre una colina carbonizada en la que no había vuelto a crecer ni una brizna de hierba. La tierra se había secado y agrietado, e incluso las pequeñas alimañas sin miembros parecían evitar aquel lugar.
Toda luz se había reducido a una pequeña hoguera de estiércol entre los cascotes, los manjares dulces y ácidos en una simple sopa de pellejos secos cociéndose lentamente y las canciones en una vieja poesía que entonaba un anciano caminante para calentarse y sobrevivir al otoño que moría.
Al menos aquella noche tenía una acompañante, otra viajera, con menos de la mitad de sus años, atraída por la luz en lo alto de la colina que le había prometido calor y una probable cena. Lo que se había encontrado al llegar, pese a no haber logrado cumplir ni lejanamente sus expectativas, resultó reconfortante dada la calidad pésima de sus jornadas de viaje desde hacía meses.

Con los labios casi pegados y un hilo de voz inaudible, mientras el viento silbaba alrededor, el anciano volvió a recitar una parte: 

Ya casi estoy, amada mía, como cada noche en mis sueños te prometía.
No habrá guerra que me impida buscarte, en esta vida, en la hora de la victoria, 
ahora que es un nuevo día.
Ese sol que brilla y busca tu ventana por encima de las colinas, es mi alma 
que te esperaba adormecida. Ya voy, amada, acude al balcón donde ayer mismo te quería.
Subiré alargando mi mano, y la victoria como regalo, brindaré ante ti con la mano tendida.

— ¿Qué canción es esa? —le preguntó con su voz aguda, una muchacha de cara sucia y ojos enormes, brillantes a las ascuas que brotaban de las boñigas de una mula casi tan vieja como su dueño —. No es muy feliz, aunque es la mejor canción que he escuchado últimamente.

El viejo torció la boca bajo su espeso y desaliñado bigote. Las arrugas de su rostro como pliegues caían de tal modo que sus ojos quedaban casi escondidos tras las cejas. Contestó primero con un gruñido cansado y atizó el fuego.

— Un poema de después de la guerra, cuando las tropas de la sangre hicieron caer sus rocas negras sobre el castillo. El soldado del poema vuelve después, mucho después, tras un largo viaje por las guerras de su propio señor. La mano de una de sus hijas le había sido concedida si volvía vivo, y era uno de esos amores correspondidos de los jóvenes. Ella le aguardaba en su balcón de enredaderas y azahar, y él ansiaba, con cada noche que caía, volver a llamarla desde abajo por su nombre al amanecer. Pero volvió y ya no quedaba nada. La tierra había sido quemada y regada con sal, se dice que incluso apresaron a todos y los llevaron lejos, para que al matarlos la sangre no retornase a la tierra para curarla. Pero él... —hizo una pausa insegura y luego sus barbas canosas y amarillentas se movieron en una sonrisa—.
A la joven no le pareció una sonrisa alegre, de hecho, los ojos hundidos bajo los pliegues de piel le parecían transmitir un enorme pesar. Ella esperó, pero el anciano no dijo nada más.

— Es una canción horrible —dijo ella —¿Qué ibas a decir? ¿Él fue a vengarla? ¿A su pueblo, al castillo?

— No es una canción, es un cuento de miedo —puntualizó el hombre removiendo la sopa por el lado del palo con el que no había azuzado el fuego —. Aquí las canciones callaron después de todo aquello, en su lugar quedó un eco muerto y las madres han contado desde entonces a sus hijos la historia del caballero y su dama, doncella y princesa. A veces los poemas se cantan para ocultar la verdad, y la verdad es que la chica se murió de pena al saber que su prometido, con el que se habría fugado de todos modos si su padre no lo hubiera enviado lejos, acudía al otro lado del mundo a una guerra incierta. Él murió luchando, en cuanto pisó el campo de batalla una flecha le cruzó el corazón. Se dice que ambos murieron al mismo tiempo, dos corazones unidos quebrándose a la par, un amor puro que se mantenía pese a la distancia. Esas cosas... de jóvenes —farfulló para finalizar.

La joven frunció la frente y apretó los labios, abrazándose las rodillas.

— Y además de horrible, triste. Supongo que aquí es lo que abunda, justamente. Historias tristes y tierra seca.

La charla quedó interrumpida. Un sonido de pasos de metal les indicó que ya no estarían solos por más tiempo. La muchacha enderezó la espalda y echó mano del cayado que la ayudaba a caminar, dispuesta a defenderles. El anciano, en cambio, siguió pendiente de su pobre guiso.
Por la colina asomó primero una cabeza, una sombra recortada contra la noche, y poco a poco un cuerpo que se contoneaba torpemente. Los pasos sonaron con mayor intensidad y por la ladera del oeste apareció un hombre con el rostro enrojecido por el esfuerzo y cubierto de hollín y sangre de pies a la cabeza, como si acabase de volver de una turbulenta batalla. Fatigado, se obligó a seguir andando y se internó en las ruinas, cruzó el maltrecho patio que antaño había estado cubierto de flores y arcos de piedra, pasó por delante de la pequeña hoguera ignorando a los dos viajeros, y más adelante cayó de rodillas frente a lo que quedaba de la torre central. Alzó los brazos y en lo que parecía un lamento, tan sólo el viento tuvo voz.

La muchacha, que se percató de inmediato que no había reparado en el rostro de aquel misterioso hombre, demasiado absorta por encontrar otra alma en aquel paraje desolado, lo observó con los ojos muy abiertos, miró al anciano, y luego volvió la vista al extraño que continuaba clamando en un sepulcral silencio.

— Quién.... ¿conoces a ese? —murmuró la muchacha sin parpadear, viendo como los brazos del hombre caían como un peso muerto y su cuerpo comenzaba a temblar por el llanto.

— Ella hace mucho que está muerta —le dijo el viejo apartando la cacerola del fuego —. Y él también.



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domingo, 10 de abril de 2016

Bautismo de Sangre

La gruta rocosa y desnuda que había escogido la vieja arpía para el ritual estaba completamente aislada en el exterior. Oculta en un alto risco, en ella no entraba la mortecina luz de la tarde invernal, ni el ulular del viento arremolinándose sobre la ladera, ni el canto de aves, ni olor alguno. Sólo se escuchaba el goteo incesante del agua filtrándose a través de la roca. Mientras, faenaba yendo de un lado a otro de la cueva, una cueva húmeda, aunque nunca lo suficiente para ella, iluminada por docenas de cirios de llamas violáceas que había estando encendiendo desde su llegada.
Esperando a que la hora llegase, comprobaba ansiosa que todo estuviese en su lugar. Que los cirios se mantuviesen prendidos, que el dios al que se disponía a agasajar generosamente estuviese cerca, atento, y que el pozo de la ofrenda, un agujero profundo excavado en la propia roca en el centro de la cueva y llenado por completo de sangre humana, fuese perfecto para el ritual.

Era aquel un día especial para los futuros guerreros consagrados. Pero también lo era para ella. Un día así era una de las pocas ocasiones en la que podía estar sola. La humedad de la cueva era lo más próximo al agua que se le podría permitir estar. Era sin duda un día de júbilo, más cuando, por encima de todas aquellas cosas, iba a encontrarse a solas con al menos dos centenas de hombres que, uno por uno, llegarían a la cueva para que la mujer finalizase la iniciación. Sería la única dueña de aquellos hombres, la poseedora durante breves instantes que se le antojaban un dulcísimo regalo. Tenía muchas prohibiciones y tajantes obligaciones pero su mente, su fantasía hambrienta, no estaban restringidas de ningún modo ni perecían bajo prohibición alguna.

Se relamió pensando en ello, bailoteó a solas al rededor del pozo lleno de sangre y, arrodillándose en el borde, fingió estar viendo su reflejo sobre la superficie roja. Rió histérica y se amasó el cabello cano y húmedo.
Antaño, hacía ya el suficiente tiempo como para que nadie la recordase de otro modo que no fuera con aquella decadente apariencia, había sido una hermosa criatura, aunque mortífera y traicionera. Habitó lagos y ríos, y nunca había salido del agua dulce. Aunque tenía una forma natural femenina, su aspecto y rasgos podían cambiar mágicamente y a placer según los gustos de sus víctimas. Los varones incautos que se aproximaban a beber o a dejar que sus animales se abastecieran, encontraban nadando a una bellísima mujer, joven o madura, o incluso infantil, a veces, que sólo habían podido imaginar en sueños. Y, embelesados por el sueño hecho forma, entraban en las aguas atraídos por el rostro que les sonreía, la voz que les cantaba y susurraba sus nombres. Todos conocían la infame naturaleza de las ninfas, pero pocos o ninguno recordaban nunca las historias ni los avisos al verlas disfrazadas de poco menos que diosas.
Algunas, ansiosas, acudían a ellos antes de que el agua les llegase a la cintura. Otras, más pacientes y crueles, jugaban con su presa escapando de ella nadando entre los nenúfares, escondiéndose entre las ramas de los árboles que crecían inclinados sobre la superficie, y reían, y llamaban. Pero todas ellas terminaban mostrando su verdadero rostro, ahogaban a los hombres con una fuerza brutal para después devorar su carne, triturando incluso los huesos con mandíbulas monstruosas.

En aquella cueva, la ninfa había dejado de ser hermosa, joven de apariencia, fragante, inocente. Su aspecto decrépito era el de una anciana escuálida a la que se le adivinaban las costillas bajo un fino camisón raído y mojado, pegado a la piel. Era de dedos largos y retorcidos, pelo escaso, arrancado a mechones, y lo que delataba su procedencia mágica; dos ojos blanquecinos, hinchados como huevos duros, ojos de ahogado, y un penetrante olor a humedad y putrefacción. Haber sido obligada a abandonar el agua hizo que se ajase de modo indecible y sucumbió a una locura terrible en la que no recordaba quién era, quién había sido. Su voluntad, anulada por la de su dueño, era un constante duelo entre la sumisión absoluta y la frenética llamada de sus instintos ninfómanos. El miedo al castigo, siempre presente, la mantenía aferrada al yugo de total obediencia como si su vida, y realmente así era, dependiera de aceptar la esclavitud como el único modo de poder seguir respirando.

Mientras balbuceaba y brincaba entre los cirios haciendo que las llamas temblasen a su paso, llegó el primero de muchos. Olió su llegada antes incluso de que se escurriese por la estrecha grieta que se ofrecía como entrada a través de un pasillo angosto hasta donde la cueva se ensanchaba, donde esperaba ella, relamiéndose de los labios el sabor de la masculinidad que había empezado a percibir mucho antes.
El hombre que había llegado se encontraba desnudo y descalzo, tal como debían presentarse todos, y tenía pies, manos y rodillas en carne viva de haber trepado por la escarpada pared de roca. Ella sonrió al verle y rió de modo enfermizo, él reprimió una mueca de asco. Todos la odiaban, pero aquella noche, todos le pertenecían. Resuelto y decidido, tal como le habían enseñado, caminó hasta el borde del pozo y esperó instrucciones bajo la atenta mirada de aquel par de ojos aparentemente ciegos.

— A partir de esta noche, todo cambiará para ti, querido — siseó con un encanto perdido mientras caminaba hacia él orgullosa, oscilante, pero muy lejos de conseguir el mismo resultado que hacía mucho tiempo —. Pero no te va a importar — continuó—, porque no lo recordarás. Entra.

Señaló con un dedo flaco y torcido al pozo y se apartó para darle paso. El guerrero estaba preparado. Todos los de su igual se habían adiestrado para aquel glorioso día. A partir de entonces, si el dios les aceptaba, no tendrían que volver a soportar jamás el peso de sus débiles y corruptibles almas. Aquel dios de rostro oscuro y turbio las soportaría por ellos, y se llevaría también el sentir, el adolecer, los temores y las infértiles dudas que quebraban la voluntad del hombre cuando, blandiendo sobre su cabeza la espada, flaqueaba y sufría ante el desconcierto que padecían todos los guerreros a la hora de disponerse a matar. No existiría nunca más la voluntad errante del sentimiento que fluctúa, porque no habría nunca más ni sentimiento ni voluntad.

Con los músculos tensos por la impaciencia, el guerrero entró en aquel pozo sin dudar y descubrió así lo profundo que en realidad era al quedar sumergido, un gigante de más de seis pies de altura como él, hasta la mitad del pecho. La sangre se mantenía tibia pese a la piedra gélida que la contenía.
La vieja arpía se arrodilló en el borde e hizo crujir todos los huesos de su cuerpo al contorsionarse. Para ella era fácil contactar con aquel dios, dejarse poseer por él, oírle, hacer que se le oyese. Alargó una mano por encima de la cabeza del hombre y le susurró con una voz que no era la suya.

— Cuando tu cabeza esté debajo, abrirás los ojos y me verás, o no saldrás jamás.

Sólo una prueba, la última, y no volvería a recibir más órdenes de aquella pestilente mujer de pensamientos corrosivos. En algún momento, cuando la mente de los soldados ya había sido lo suficientemente manipulada, deseaban fervientemente poder hablar con aquel poderoso dios de sangre ellos mismos, sentir que les hablaba directamente sin tener que recurrir a aquella intermediaria, para todos ellos, indigna de tal honor. Indigna, sobre todo, por su incapacidad de sangrar.
Dejó que la huesuda mano se le posase sobre el cabello y que le empujase hacia abajo, sumergiéndolo completamente.
Transcurrido un instante, el soldado había intentado liberarse pero la fuerza que ejercía aquella mano era insoportable. La sangre le había tupido los oídos y se le había metido en la boca, y, con los ojos aún cerrados, comprendió que no podía luchar. Se quedó quieto, confió, y abrió los párpados.
Entonces ella lo supo. Su interior se llenó de la satisfecha divinidad complacida, los cirios de llamas violáceas se tambalearon y sus luces vibraron amenazando con apagarse, la gruta rugió desde lo más profundo de la montaña, habló, rió, y la bruja rió con ella. El guerrero convulsionó de forma involuntaria bajo su mano y esta no se retiró hasta que el espíritu que habitaba la cueva pareció calmarse.

— El último dolor que sentirás, mi pequeño hombrecillo — gruñó entre dientes con la sonrisa crispada, dejando que emergiera del pozo.

Lo hizo despacio, como quien despierta apaciblemente de un sueño de calma y paz. Abajo, en cambio, había sentido ser todas las víctimas que habían sido asesinadas para llenar aquel agujero de piedra. Al abrir los ojos, él fue la carne que arrancaron, su garganta la que abrieron una y otra vez, sus miembros los que arrancaron. El gaznate ahogó gritos de terror, sus pulmones se encharcaron hasta reventar, sus órganos se licuaron y le corroyeron. 
Y al salir, se sintió renacer.

Como si su vida anterior, todo lo que había quedado antes de aquel pozo, no hubiese sido más que el sucio sueño y tormento de un vulgar mortal, observó que sus miembros estaban intactos, más sólidos que nunca, que su aliento persistía, que todo el dolor, miedo y desesperación desaparecían sustituidos por una placentera sensación de indiferencia por todo lo carnal, todo lo humano. Su cuerpo ya no era más aquel regalo de los dioses que debía cuidar y agradecer, si no un recipiente cualquiera hacia el que no conservaba el menor apego. Se sentía invencible, invulnerable, digno de su señor, su comandante y capitán, digno de formar parte de su ejército de gigantes, los conquistadores que jamás encontrarían montaña, océano o reino sobre el que no pudiesen hacer germinar sus destructivas semillas.

Y la marca, la inequívoca señal de que había superado con éxito aquella prueba para complacer a su nuevo dios, eran sus ojos. Teñidos con sangre, rojos e inyectados, jamás volverían a ser como antes. Podría lavar su piel, pero nunca sus ojos, los cuales verían hasta su muerte el mundo tal y como el dios quería que lo viese: siempre empapado en sangre.



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domingo, 3 de abril de 2016

Ceniza Merodeadora

El hedor de los charcos secos de meados, ratas podridas y suciedad acumulada durante años se mezcló en el aire con el de la sangre recién derramada. Pero sólo la febril parturienta pudo apreciarlo.
Con el cuerpo encajado entre el muro húmedo y la losa de la misma piedra que servía como catre para lograr sostenerse, recogió con las manos a un recién nacido escuálido y pálido que no lloraba, antes de dejarse caer de rodillas sobre el charco que se había formado bajo ella.
Había orado sin descanso a los dioses desde que habían comenzado los dolores para que la hiciesen parir rápido, lo más rápido posible para minimizar el tiempo y conseguir no gritar en ningún momento. No le importaba el dolor, mientras fuese rápido y la desesperación no terminase llegando a ella haciendo que se rindiese a la necesidad de chillar. No le importaba el dolor si era rápido, y los dioses cumplieron. Dos de los carceleros que la habían encerrado la habían mirado con asco antes de arrojarla al sueldo de la pestilente celda, y uno de ellos le prometió tras escupir sobre un charco de sangre reseca que esperaría a que echase fuera al bastardo para matarlo él mismo y poder hacerle otro en seguida. Por ello, mientras mordía temblando un jirón de tela enroscado arrancado de su propio vestido, el esfuerzo hizo que su rostro se enrojeciese hasta perlarse de sangre.
Arrancó de sus sucias vestiduras otro pedazo de tela y envolvió al recién nacido con él. Si los dioses le hubieran concedido otra benevolencia más, se lo hubiesen entregado muerto. Pero el bastardo, que no lloraba, ni tiritaba ni balbuceaba, respiraba pausadamente con los ojos cerrados, tranquilo, y con los delgados brazos azulados plegados sobre el cuerpo.

— Le habéis hecho callar — pensó sonriendo entristecida, viéndolo como una cruel burla.

No quería mirarlo. Aunque fuese fruto de un deseo violento y feroz de un Señor de Caballos, sabía que, de acunarle, de saludarle amorosamente, de recorrer con un dedo maternal sus rasgos, comenzaría a gritar de desesperación lo que no había gritado en todo aquel agónico proceso, dándose cuenta demasiado tarde de que los carceleros regresarían de inmediato para degollarle delante de ella y hacerle lo mismo cuando hubiesen terminado de arrancarle el alma definitivamente.
Lo envolvió por completo, cubriendo también su cabeza, y lo dejó sobre el suelo en el lugar que ella había ocupado para parirlo. Después, comenzó a palpar la pared de piedra buscando uno de los ladrillos en particular. Se trataba de una losa estrecha, encajada en un hueco del grueso muro que, al quitarlo, dejaba una abertura al exterior por la que circulaba una brisa renovadora y luz. Incluso una luz mortecina de lunas y estrellas resultaba cálida y revitalizante si lograba penetrar en aquel espacio angosto, húmedo y apestoso.
Al topar con los dedos fríos con la piedra saliente, la agarró con desesperación y tiró de ella. La brisa de la noche golpeó su cara, le trajo olores del exterior, a agujas de pino, fruta madura que había caído sobre la tierra y leña ardiendo de los hogares que había dentro de la fortaleza. Cerró los ojos llorosos, y por un breve instante se dejó llevar por los aromas nuevos, por el frescor del aire, y olvidó donde se encontraba. Había descubierto aquel respiradero improvisado la misma noche que la habían arrojado al interior de la celda, y la facilidad con la que dio con él le hizo suponer que muchos antes que ella, en aquel mismo lugar, lo habían utilizado de un modo similar. Esperando el día del juicio, llamado así por ejercer sobre los reos un modo de tortura más; el de la falsa esperanza, pues no se trataba más que el día de las ejecuciones, muchos como ella encajaban la cabeza dentro de aquel hueco y probablemente se dejaban arrullar por el sonido de las copas de los árboles meciéndose a compás del viento, de la lluvia, si los dioses bendecían la tierra con purificadora agua, y con aire fresco y olores que con total seguridad les recordarían a sus hogares perdidos para siempre.
La paz duró poco. En seguida el dolor típico de la carne viva hizo que su vientre se endureciese, haciendo que se doblase sobre sí misma hasta llegar al suelo. Recordó dónde estaba, cuál era su delito. La pena de muerte la había condenado nada más tratar de exigirle al padre de aquel bebé su parte de responsabilidad. Un plebeyo cualquiera quizás la hubiese ignorado durante un tiempo prudencial, cediendo enseguida a entregarle comida, algunas aves de corral, o incluso parte del dinero que honradamente ganase. Incluso un Señor de menor categoría habría aceptado a regañadientes brindarle algún tipo de protección y facilidades para la crianza del niño, si finalmente consideraba que era suyo y el remordimiento le privaba de descanso. Pero no aquel Señor de Caballos, no uno de su clase y rango, el más rico de la ciudadela, el que abastecía a los jinetes de varias ciudades con los mejores animales, y no el que tenía por esposa a la mujer considerada la más bella y elegante de las que vivían dentro de las murallas. Que una pescadera desaliñada y en absoluto atractiva, indigna de un hombre como él, se atreviese si quiera a insinuar que el hijo que llevaba en el vientre era suyo, insinuar que que la habría encontrado momentáneamente deseable, constituía un insulto imperdonable, un intento de destrozar su buen nombre y reputación, y un chiste sin gracia para los hombres de confianza de aquel Señor, que tomó de inmediato su petición como una acusación injuriosa merecedora de una sentencia definitiva y tajante. Ninguno de sus hombres, ni si quiera los que sabían la verdad, mostraron atisbo alguno de duda en la palabra de su Señor.
La amenaza del carcelero volvió a su mente, golpeándole las sienes como un acero retorcido y helado. Presa de la desesperación, sollozando y balbuceando plegarias a quienes quisieran oírlas, tomó la determinación de que aquella bestia no tocaría a su hijo, y quizás, después de arreglar ese asunto, tampoco tocarla a ella. No se detuvo a pensar dos veces en la idea que le había cruzado la mente, una idea susurrante, pronunciada por una voz de serpiente, de seductor siseo. Supo inmediatamente de qué se trataba, pero no sintió miedo. Los dioses eran dioses, y sus ideas eran instrumentos valiosos que los mortales podían utilizar para liberarse de si mismos, de los monstruos en los que a menudo se convertían.
Tomó de nuevo a su bebé, con extremo cuidado, y contuvo la respiración tratando de no atragantarse con sus propias lágrimas. Lo dejó envuelto como estaba dentro del hueco en el muro, cerca de una caída de muchas varas, pero lo más lejos que podía dejarle de aquella fortaleza infame, y volvió a colocar la estrecha piedra cubriendo el respiradero improvisado. La oscuridad se hizo de nuevo, y en un instante los aromas suaves del exterior desaparecieron, saturándose el aire del hedor acre que lo impregnaba todo.

— Cuidad de él, tomadme a mi — suplicó con el rostro hinchado antes de buscar a tientas por el suelo algunos pedazos de roca que fue estrellando contra el suelo tratando de sacar de ellas lascas afiladas —, porque con absoluta fe aquí me entrego.

Fuera de la torre, al lado hacia donde se abría el ventanuco y que daba también hacia el exterior de la muralla, llegaron a su vez olores extraños hasta los árboles. Los altos muros y el torreón de los reos se alzaban hacia el cielo, ribeteándose contra un manto estrellado, y pequeñas criaturas nocturnas dejaron a un lado sus cazas y vidas para centrar la atención en el olor del bebé todavía sanguinolento que reposaba escondido en la fachada de la torre.
Eran merodeadores de ramas, kobolds arbóreos, uskahilds, o perrillos de cuatro manos como los llamaban en algunas partes. Las copas de los árboles se agitaron cuando un pequeño grupo de estas criaturas salvajes fueron atraídas por el aroma del recién nacido y decidieron emprender un ascenso por la fachada del torreón hasta dar con el origen de aquella curiosidad que les había llamado la atención.
Como si se trataran de sigilosas sombras, treparon con el cuerpo pegado a las piedras con increíble facilidad, y ágilmente se dejaron colgando boca abajo sobre el hueco aquel. Dos de ellas manosearon el bulto envuelto en trapos y uno metió entre los jirones de tela su hocico largo y arrugado. Otro lo espantó de un manotazo y le gruñó algo similar a un primitivo idioma. No necesitaban desenvolverlo para saber qué era. Las pequeñas criaturas, que medían poco más de una vara de alto, reptaron como lagartos por la pared de un lado a otro, al rededor del hueco, y el recién nacido comenzó a agitarse. Los tres que habían trepado hasta allí intercambiaron algunas palabras en aquel idioma basando en chasquidos y gruñidos, y resolvieron bajarlo y llevarlo a las ramas con ellos. Era habitual que los kobolds, vivieran donde vivieran, se colasen en las casas de los hombres para robar la comida que preparaban, y nadie se percataba de lo que había ocurrido hasta que las porciones de pan, tortas y queso disminuían notoriamente. Sin embargo, lograr robar un bebé humano era algo que no ocurría a menudo, y sin duda aquella noche, y las siguientes, hasta que dejase de ser una novedad, los merodeadores de ramas celebrarían la llegada de un nuevo y exótico miembro a su familia.
El recién nacido, una vez bajo la protección de decenas de pares de ojos enormes y brillantes y de las ramas de los árboles, fue desenvuelto, cuidadosamente examinado y adoptado bajo un nombre en virtud del color de su piel. Le llamaron Ceniza Merodeadora.

A la salida del segundo sol, el portón de la torre se abrió emitiendo un estridente chirrido y las voces oscas y las desagradables risas de los dos carceleros inundaron la aparente paz que había estado reinando en el interior durante las horas anteriores.
Cruzaron los corredores camino a una de las celdas donde un prisionero aguardaba ser llevado a la plaza de ejecuciones, pero en mitad de sus bromas en las que describían entre risotadas cómo la sangre había salpicado el palco, o como unas doncellas se habían desmayado en la anterior mañana, uno de ellos se desvió del camino para acercarse a la celda de la pescadera preñada.

— No hay tiempo — masculló su compañero sin mirarle, arrugando la cara en un gesto de asco.

— ¡No es más que un momento! — aseguró mientras se acercaba a los barrotes —. Tan sólo quiero darle los buenos días a mi princesa de tripas de pescado.

Al acercarse, al no ver bien, se quedó un instante en silencio sin comprender lo que ocurría. El otro carcelero chasqueó la lengua incordiado y se puso a su lado, levantando el candil de aceite que llevaba para iluminar el interior de la celda. En cuanto la luz dorada alumbró la piedra y el cuerpo, uno de ellos maldijo y otro escupió al interior del cubículo.

— Puerca maldita... — dijo el primero levantando un poco más el candil, tratando de iluminar las esquinas de la celda. El otro se inclinó hacia delante para poder ver a la mujer más claramente.

— Se ha rajado la garganta con un trozo de piedra — declaró repugnado al percibir sobre su piel blanquecina un corte brutal, profundo e irregular.


— Después de haber parido y haberse comido a su propio hijo — sentenció el otro.


***