domingo, 10 de abril de 2016

Bautismo de Sangre

La gruta rocosa y desnuda que había escogido la vieja arpía para el ritual estaba completamente aislada en el exterior. Oculta en un alto risco, en ella no entraba la mortecina luz de la tarde invernal, ni el ulular del viento arremolinándose sobre la ladera, ni el canto de aves, ni olor alguno. Sólo se escuchaba el goteo incesante del agua filtrándose a través de la roca. Mientras, faenaba yendo de un lado a otro de la cueva, una cueva húmeda, aunque nunca lo suficiente para ella, iluminada por docenas de cirios de llamas violáceas que había estando encendiendo desde su llegada.
Esperando a que la hora llegase, comprobaba ansiosa que todo estuviese en su lugar. Que los cirios se mantuviesen prendidos, que el dios al que se disponía a agasajar generosamente estuviese cerca, atento, y que el pozo de la ofrenda, un agujero profundo excavado en la propia roca en el centro de la cueva y llenado por completo de sangre humana, fuese perfecto para el ritual.

Era aquel un día especial para los futuros guerreros consagrados. Pero también lo era para ella. Un día así era una de las pocas ocasiones en la que podía estar sola. La humedad de la cueva era lo más próximo al agua que se le podría permitir estar. Era sin duda un día de júbilo, más cuando, por encima de todas aquellas cosas, iba a encontrarse a solas con al menos dos centenas de hombres que, uno por uno, llegarían a la cueva para que la mujer finalizase la iniciación. Sería la única dueña de aquellos hombres, la poseedora durante breves instantes que se le antojaban un dulcísimo regalo. Tenía muchas prohibiciones y tajantes obligaciones pero su mente, su fantasía hambrienta, no estaban restringidas de ningún modo ni perecían bajo prohibición alguna.

Se relamió pensando en ello, bailoteó a solas al rededor del pozo lleno de sangre y, arrodillándose en el borde, fingió estar viendo su reflejo sobre la superficie roja. Rió histérica y se amasó el cabello cano y húmedo.
Antaño, hacía ya el suficiente tiempo como para que nadie la recordase de otro modo que no fuera con aquella decadente apariencia, había sido una hermosa criatura, aunque mortífera y traicionera. Habitó lagos y ríos, y nunca había salido del agua dulce. Aunque tenía una forma natural femenina, su aspecto y rasgos podían cambiar mágicamente y a placer según los gustos de sus víctimas. Los varones incautos que se aproximaban a beber o a dejar que sus animales se abastecieran, encontraban nadando a una bellísima mujer, joven o madura, o incluso infantil, a veces, que sólo habían podido imaginar en sueños. Y, embelesados por el sueño hecho forma, entraban en las aguas atraídos por el rostro que les sonreía, la voz que les cantaba y susurraba sus nombres. Todos conocían la infame naturaleza de las ninfas, pero pocos o ninguno recordaban nunca las historias ni los avisos al verlas disfrazadas de poco menos que diosas.
Algunas, ansiosas, acudían a ellos antes de que el agua les llegase a la cintura. Otras, más pacientes y crueles, jugaban con su presa escapando de ella nadando entre los nenúfares, escondiéndose entre las ramas de los árboles que crecían inclinados sobre la superficie, y reían, y llamaban. Pero todas ellas terminaban mostrando su verdadero rostro, ahogaban a los hombres con una fuerza brutal para después devorar su carne, triturando incluso los huesos con mandíbulas monstruosas.

En aquella cueva, la ninfa había dejado de ser hermosa, joven de apariencia, fragante, inocente. Su aspecto decrépito era el de una anciana escuálida a la que se le adivinaban las costillas bajo un fino camisón raído y mojado, pegado a la piel. Era de dedos largos y retorcidos, pelo escaso, arrancado a mechones, y lo que delataba su procedencia mágica; dos ojos blanquecinos, hinchados como huevos duros, ojos de ahogado, y un penetrante olor a humedad y putrefacción. Haber sido obligada a abandonar el agua hizo que se ajase de modo indecible y sucumbió a una locura terrible en la que no recordaba quién era, quién había sido. Su voluntad, anulada por la de su dueño, era un constante duelo entre la sumisión absoluta y la frenética llamada de sus instintos ninfómanos. El miedo al castigo, siempre presente, la mantenía aferrada al yugo de total obediencia como si su vida, y realmente así era, dependiera de aceptar la esclavitud como el único modo de poder seguir respirando.

Mientras balbuceaba y brincaba entre los cirios haciendo que las llamas temblasen a su paso, llegó el primero de muchos. Olió su llegada antes incluso de que se escurriese por la estrecha grieta que se ofrecía como entrada a través de un pasillo angosto hasta donde la cueva se ensanchaba, donde esperaba ella, relamiéndose de los labios el sabor de la masculinidad que había empezado a percibir mucho antes.
El hombre que había llegado se encontraba desnudo y descalzo, tal como debían presentarse todos, y tenía pies, manos y rodillas en carne viva de haber trepado por la escarpada pared de roca. Ella sonrió al verle y rió de modo enfermizo, él reprimió una mueca de asco. Todos la odiaban, pero aquella noche, todos le pertenecían. Resuelto y decidido, tal como le habían enseñado, caminó hasta el borde del pozo y esperó instrucciones bajo la atenta mirada de aquel par de ojos aparentemente ciegos.

— A partir de esta noche, todo cambiará para ti, querido — siseó con un encanto perdido mientras caminaba hacia él orgullosa, oscilante, pero muy lejos de conseguir el mismo resultado que hacía mucho tiempo —. Pero no te va a importar — continuó—, porque no lo recordarás. Entra.

Señaló con un dedo flaco y torcido al pozo y se apartó para darle paso. El guerrero estaba preparado. Todos los de su igual se habían adiestrado para aquel glorioso día. A partir de entonces, si el dios les aceptaba, no tendrían que volver a soportar jamás el peso de sus débiles y corruptibles almas. Aquel dios de rostro oscuro y turbio las soportaría por ellos, y se llevaría también el sentir, el adolecer, los temores y las infértiles dudas que quebraban la voluntad del hombre cuando, blandiendo sobre su cabeza la espada, flaqueaba y sufría ante el desconcierto que padecían todos los guerreros a la hora de disponerse a matar. No existiría nunca más la voluntad errante del sentimiento que fluctúa, porque no habría nunca más ni sentimiento ni voluntad.

Con los músculos tensos por la impaciencia, el guerrero entró en aquel pozo sin dudar y descubrió así lo profundo que en realidad era al quedar sumergido, un gigante de más de seis pies de altura como él, hasta la mitad del pecho. La sangre se mantenía tibia pese a la piedra gélida que la contenía.
La vieja arpía se arrodilló en el borde e hizo crujir todos los huesos de su cuerpo al contorsionarse. Para ella era fácil contactar con aquel dios, dejarse poseer por él, oírle, hacer que se le oyese. Alargó una mano por encima de la cabeza del hombre y le susurró con una voz que no era la suya.

— Cuando tu cabeza esté debajo, abrirás los ojos y me verás, o no saldrás jamás.

Sólo una prueba, la última, y no volvería a recibir más órdenes de aquella pestilente mujer de pensamientos corrosivos. En algún momento, cuando la mente de los soldados ya había sido lo suficientemente manipulada, deseaban fervientemente poder hablar con aquel poderoso dios de sangre ellos mismos, sentir que les hablaba directamente sin tener que recurrir a aquella intermediaria, para todos ellos, indigna de tal honor. Indigna, sobre todo, por su incapacidad de sangrar.
Dejó que la huesuda mano se le posase sobre el cabello y que le empujase hacia abajo, sumergiéndolo completamente.
Transcurrido un instante, el soldado había intentado liberarse pero la fuerza que ejercía aquella mano era insoportable. La sangre le había tupido los oídos y se le había metido en la boca, y, con los ojos aún cerrados, comprendió que no podía luchar. Se quedó quieto, confió, y abrió los párpados.
Entonces ella lo supo. Su interior se llenó de la satisfecha divinidad complacida, los cirios de llamas violáceas se tambalearon y sus luces vibraron amenazando con apagarse, la gruta rugió desde lo más profundo de la montaña, habló, rió, y la bruja rió con ella. El guerrero convulsionó de forma involuntaria bajo su mano y esta no se retiró hasta que el espíritu que habitaba la cueva pareció calmarse.

— El último dolor que sentirás, mi pequeño hombrecillo — gruñó entre dientes con la sonrisa crispada, dejando que emergiera del pozo.

Lo hizo despacio, como quien despierta apaciblemente de un sueño de calma y paz. Abajo, en cambio, había sentido ser todas las víctimas que habían sido asesinadas para llenar aquel agujero de piedra. Al abrir los ojos, él fue la carne que arrancaron, su garganta la que abrieron una y otra vez, sus miembros los que arrancaron. El gaznate ahogó gritos de terror, sus pulmones se encharcaron hasta reventar, sus órganos se licuaron y le corroyeron. 
Y al salir, se sintió renacer.

Como si su vida anterior, todo lo que había quedado antes de aquel pozo, no hubiese sido más que el sucio sueño y tormento de un vulgar mortal, observó que sus miembros estaban intactos, más sólidos que nunca, que su aliento persistía, que todo el dolor, miedo y desesperación desaparecían sustituidos por una placentera sensación de indiferencia por todo lo carnal, todo lo humano. Su cuerpo ya no era más aquel regalo de los dioses que debía cuidar y agradecer, si no un recipiente cualquiera hacia el que no conservaba el menor apego. Se sentía invencible, invulnerable, digno de su señor, su comandante y capitán, digno de formar parte de su ejército de gigantes, los conquistadores que jamás encontrarían montaña, océano o reino sobre el que no pudiesen hacer germinar sus destructivas semillas.

Y la marca, la inequívoca señal de que había superado con éxito aquella prueba para complacer a su nuevo dios, eran sus ojos. Teñidos con sangre, rojos e inyectados, jamás volverían a ser como antes. Podría lavar su piel, pero nunca sus ojos, los cuales verían hasta su muerte el mundo tal y como el dios quería que lo viese: siempre empapado en sangre.



***

No hay comentarios:

Publicar un comentario