sábado, 23 de abril de 2016

Las ruinas de Kattbalar

Se había alzado hacía más de dos siglos como el castillo más recio e imponente de las tierras grises de ceniza. Construido sobre una colina próxima al mar, en la cima de un acantilado, su torre del homenaje podía verse desde varias leguas de distancia, como la lanza de un soldado inquebrantable, siempre vigilando. La brisa salada había traído antaño a viajeros y mercaderes de todos los rincones del continente.
Las sedas, especias, criaturas exóticas de extraño pelaje, aves coloridas y todas las joyas hechas de todos los tipos de piedra, metal y conchas, se amontonaban en las calles, cuando, con cada luna llena, el mercado se convertía en una ruidosa fiesta bañada por los soles durante el día, y los faroles verdosos y dorados por la noche. Durante días, las caravanas iban llegando llenas de mercancías lejanas y partiendo al hogar con otras muy distintas. Bardos, bailarines y taberneros llenaban sus bolsas, y el gobernador se honraba a sí mismo y a su familia celebrando banquetes para los residentes del castillo y sus visitantes.

Dos siglos después, la comida, las canciones, las luces, los ruidos y los olores se habían hundido en el mar sureño. El castillo había desaparecido. En su lugar había un suelo de piedra agrietado y cubierto de lodo seco. Los muros eran serpientes de roca rota que bien podían ser caminos, y de la imponente torre del homenaje no quedaba más que un semicírculo derruido, con un esqueleto de escaleras en espiral quemadas. Las ruinas se alzaban a duras penas sobre una colina carbonizada en la que no había vuelto a crecer ni una brizna de hierba. La tierra se había secado y agrietado, e incluso las pequeñas alimañas sin miembros parecían evitar aquel lugar.
Toda luz se había reducido a una pequeña hoguera de estiércol entre los cascotes, los manjares dulces y ácidos en una simple sopa de pellejos secos cociéndose lentamente y las canciones en una vieja poesía que entonaba un anciano caminante para calentarse y sobrevivir al otoño que moría.
Al menos aquella noche tenía una acompañante, otra viajera, con menos de la mitad de sus años, atraída por la luz en lo alto de la colina que le había prometido calor y una probable cena. Lo que se había encontrado al llegar, pese a no haber logrado cumplir ni lejanamente sus expectativas, resultó reconfortante dada la calidad pésima de sus jornadas de viaje desde hacía meses.

Con los labios casi pegados y un hilo de voz inaudible, mientras el viento silbaba alrededor, el anciano volvió a recitar una parte: 

Ya casi estoy, amada mía, como cada noche en mis sueños te prometía.
No habrá guerra que me impida buscarte, en esta vida, en la hora de la victoria, 
ahora que es un nuevo día.
Ese sol que brilla y busca tu ventana por encima de las colinas, es mi alma 
que te esperaba adormecida. Ya voy, amada, acude al balcón donde ayer mismo te quería.
Subiré alargando mi mano, y la victoria como regalo, brindaré ante ti con la mano tendida.

— ¿Qué canción es esa? —le preguntó con su voz aguda, una muchacha de cara sucia y ojos enormes, brillantes a las ascuas que brotaban de las boñigas de una mula casi tan vieja como su dueño —. No es muy feliz, aunque es la mejor canción que he escuchado últimamente.

El viejo torció la boca bajo su espeso y desaliñado bigote. Las arrugas de su rostro como pliegues caían de tal modo que sus ojos quedaban casi escondidos tras las cejas. Contestó primero con un gruñido cansado y atizó el fuego.

— Un poema de después de la guerra, cuando las tropas de la sangre hicieron caer sus rocas negras sobre el castillo. El soldado del poema vuelve después, mucho después, tras un largo viaje por las guerras de su propio señor. La mano de una de sus hijas le había sido concedida si volvía vivo, y era uno de esos amores correspondidos de los jóvenes. Ella le aguardaba en su balcón de enredaderas y azahar, y él ansiaba, con cada noche que caía, volver a llamarla desde abajo por su nombre al amanecer. Pero volvió y ya no quedaba nada. La tierra había sido quemada y regada con sal, se dice que incluso apresaron a todos y los llevaron lejos, para que al matarlos la sangre no retornase a la tierra para curarla. Pero él... —hizo una pausa insegura y luego sus barbas canosas y amarillentas se movieron en una sonrisa—.
A la joven no le pareció una sonrisa alegre, de hecho, los ojos hundidos bajo los pliegues de piel le parecían transmitir un enorme pesar. Ella esperó, pero el anciano no dijo nada más.

— Es una canción horrible —dijo ella —¿Qué ibas a decir? ¿Él fue a vengarla? ¿A su pueblo, al castillo?

— No es una canción, es un cuento de miedo —puntualizó el hombre removiendo la sopa por el lado del palo con el que no había azuzado el fuego —. Aquí las canciones callaron después de todo aquello, en su lugar quedó un eco muerto y las madres han contado desde entonces a sus hijos la historia del caballero y su dama, doncella y princesa. A veces los poemas se cantan para ocultar la verdad, y la verdad es que la chica se murió de pena al saber que su prometido, con el que se habría fugado de todos modos si su padre no lo hubiera enviado lejos, acudía al otro lado del mundo a una guerra incierta. Él murió luchando, en cuanto pisó el campo de batalla una flecha le cruzó el corazón. Se dice que ambos murieron al mismo tiempo, dos corazones unidos quebrándose a la par, un amor puro que se mantenía pese a la distancia. Esas cosas... de jóvenes —farfulló para finalizar.

La joven frunció la frente y apretó los labios, abrazándose las rodillas.

— Y además de horrible, triste. Supongo que aquí es lo que abunda, justamente. Historias tristes y tierra seca.

La charla quedó interrumpida. Un sonido de pasos de metal les indicó que ya no estarían solos por más tiempo. La muchacha enderezó la espalda y echó mano del cayado que la ayudaba a caminar, dispuesta a defenderles. El anciano, en cambio, siguió pendiente de su pobre guiso.
Por la colina asomó primero una cabeza, una sombra recortada contra la noche, y poco a poco un cuerpo que se contoneaba torpemente. Los pasos sonaron con mayor intensidad y por la ladera del oeste apareció un hombre con el rostro enrojecido por el esfuerzo y cubierto de hollín y sangre de pies a la cabeza, como si acabase de volver de una turbulenta batalla. Fatigado, se obligó a seguir andando y se internó en las ruinas, cruzó el maltrecho patio que antaño había estado cubierto de flores y arcos de piedra, pasó por delante de la pequeña hoguera ignorando a los dos viajeros, y más adelante cayó de rodillas frente a lo que quedaba de la torre central. Alzó los brazos y en lo que parecía un lamento, tan sólo el viento tuvo voz.

La muchacha, que se percató de inmediato que no había reparado en el rostro de aquel misterioso hombre, demasiado absorta por encontrar otra alma en aquel paraje desolado, lo observó con los ojos muy abiertos, miró al anciano, y luego volvió la vista al extraño que continuaba clamando en un sepulcral silencio.

— Quién.... ¿conoces a ese? —murmuró la muchacha sin parpadear, viendo como los brazos del hombre caían como un peso muerto y su cuerpo comenzaba a temblar por el llanto.

— Ella hace mucho que está muerta —le dijo el viejo apartando la cacerola del fuego —. Y él también.



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