domingo, 1 de mayo de 2016

Cazadores

El camino que cruzaba la arboleda de viejos y enormes olivos serpenteaba arenoso bajo los brillantes soles de la mañana. Era una ruta alternativa al camino principal que conducía directamente a la aldea, ofreciendo un rodeo mayor, que llevaba a una pequeña posta para los viajeros. El objetivo era llamar poco la atención, y el motivo eran sus habituales visitantes y huéspedes; lo peor que podía dar cada región de sí misma.

—Todavía es temprano, no creo si quiera que el viejo Hung se haya levantado de la cama —se oyó decir a una voz ronca a lo lejos.

— Ha debido de hacerlo, si quiere limpiar de vino y sillas rotas el estropicio de todas las noches a tiempo—se oyó a otra en tono burlón.

Los dos hombres, una pareja de harapientos rufianes que escondía afilados cuchillos entre los pliegues de telas, se dirigían como cada semana a la posta de Hung a recobrar las fuerzas por medio de bebida y todas las clases de carne que el viejo podía ofrecerles. Unos huéspedes que llevaban años permitiéndole al negocio seguir manteniéndose en pie, se habían vuelto exigentes con el tiempo, y consentidos por el hombre que comía gracias a ellos, no sólo se conformaban con carne de caballo y cabra, reclamaban también la de las jovencitas, a menudo sin familia, que terminaban recurriendo a aquel antro para alejar su vergüenza de los conocidos y ganar algunas monedas.

— Alto —ordenó el de la tez más oscura bajando el tono de voz y alzando una mano.

Su compañero obedeció y miró en la misma dirección, esbozándosele una amplia sonrisa al comprobar de qué se trataba.

Sobre una roca grande a un lado del camino había algunas prendas de abrigo. Quien fuera que se hubiese parado a descansar, había dejado también una bolsa de viaje y un cayado. Además, los restos de una pequeña fogata aún humeaban tras haberse apagado hacía poco.

— Una mujer — siseó el de piel más clara tomando una de las prendas para inspeccionarla. Demasiado colorida y elaborada para tratarse de un basto jubón de hombre.

— Ha debido apartarse, quizás en el arroyo que hay aquí cerca...— la idea de pronto se le antojó divertida. Inspeccionó dentro de la bolsa y no encontró más que pan duro y algunas ciruelas secas aplastadas contra el fondo.

— Si su intención era parar en la posta a rellenar esto, voy a conocerla yo antes. Espérame aquí.

El moreno salió del camino de un salto y se dirigió hacia donde un pequeño arroyo murmuraba al norte alimentando la tierra, un poco más allá, escondido entre los grupos de árboles. El otro estaba demasiado interesado en recuperar fragancias de las ropas abandonadas con su nariz torcida por los golpes.

— Clavo y flores —murmuró frotando el mentón contra la tela — y sudor. Seguro que ha ido a lavarse. Es mejor si las chicas están limpias.

Una risita. Se arrepintió de no haber sido él el que fuera a buscarla, pero sin duda la buena amistad que unía a los dos hombres permitiría compartir el premio. Desde luego, un poco de pan duro no daba ni para empezar, y la mañana prometía ser generosa con ellos.
De pronto, un ruido, un rumor de hojas y ramas. El blanco de piel cetrina y blanda como la mantequilla giró sobre sus talones y observó a su alrededor.

— ¿Estás ahí, mujer? — preguntó con la voz cantarina, y las ramas de un grueso olivo se agitaron. Su sonrisa creció —. Tal vez pueda conocerte yo primero. Al fin y al cabo, mi amigo es un bruto ignorante, no sabría tratarte con delicadeza — y arrojó la prenda sobre el suelo y tomó el cayado abandonado.

Se acercó al tronco ancho y retorcido del viejo olivo y miró hacia arriba.

— Deja de esconderte y baja, se que estás ahí — y sujetando el palo con ambas manos apretó con los dedos la madera y trató de retorcerla.

Un nuevo crujido, y algo asomó. Al rufián no le dio tiempo de reaccionar cuando un pesado cuerpo se desplomó sobre él tirándolo al suelo. Gruñó y trató de levantarse, pero dos manos le sujetaban con firmeza por debajo de los hombros, y cuando las miradas se cruzaron, su rostro se desencajó de desconcierto.
Tenía sobre él a un hombre desnudo, de piel cubierta de marcas e infinidad de cicatrices, el cabello largo, enmarañado, del color de la ceniza y unos ojos tan claros que a penas si tenía pupila, dos pupilas negras, pequeñas, clavándose en las suyas.
Forcejeó, y el extraño pareció cernirse sobre él con mayor fuerza. Maldijo en varios idiomas y cuando quiso gritar para pedir ayuda, el ser que los había estado espiando lanzó una dentellada a su garganta. Ahogó el grito entre sus dientes, los hundió cruelmente en su carne y cerrando la mandíbula con fuerza dio un tirón, irguiéndose como una fiera salvaje que acababa de cazar a su presa. La tierra se empapó enseguida y el hombre murió entre espasmos y un horrible gorgoteo. Pero todavía quedaba uno.

El hombre desnudo, más que hombre una bestia sin habla, se levantó y rodeó el cuerpo dando saltitos para tomarlo de un brazo y arrastrarlo entre los árboles en la dirección que había tomado el otro. Cuando llegó al arroyo, su compañero volvía de río arriba después de una búsqueda infructuosa.
Creía que era su compañero quien salía a su encuentro, pero al alzar la vista le vio despedazado en el suelo y a una criatura flaca en cueros de pie a su lado. De huesos deformados y extremidades demasiado largas, con la boca roja y la sangre chorreándole por la garganta y el pecho. La criatura sonrió y enseñó los dientes rojos. Emitió un sonido agudo, encogiéndose de placer al comprobar que el otro era incluso más carnoso y de mejor aspecto.

El moreno contempló rápidamente las posibilidades mientras desenvainaba uno de los cuchillos de su cinturón. Entendió que alguien tan escuálido sólo podía haber cogido por sorpresa a su amigo, y eso no le ocurriría a él.

— Bestia inmunda —el hombre escupió a sus pies al ver la horrible herida que había dado muerte al otro —. Hombre que come a hombres, estás condenado, maldito.

La criatura no le contestó más que con aquella sonrisa ansiosa, y a verla débil, encorvada, el rufián fue imprudente y se arrojó a por ella. Sin embargo resultó ser extremadamente ágil. Tan sólo necesitó brincar a un lado y rodar para esquivar un golpe demasiado lento y torpe. Tropezó y cayó de bruces sobre el cuerpo de su amigo. Su garganta desgarrada fue lo último que vio antes de que una mano flaca, de dedos largos y uñas como garras cubriese su rostros y le desgarrase la carne dejándolo ciego de forma terrible. Dejó caer el cuchillo y gritando se llevó las manos a la cara. De nuevo, el medio hombre, medio bestia, atacó el cuello. Al ver que un mordisco no era suficiente, arañó y arrancó tiras de carne con sus manos hasta que dejó de emitir sonido, de respirar y de moverse.

Los dos soles se habían ido desplazando con calma a través del firmamento sin nubes, y la criatura escuálida resultó tener un hambre voraz. Comió tan ansiosamente como pudo sin atragantarse, arrancó brazos, dedos, pies, masticó la carne cruda y sólo dejó huesos y ropa. Abandonó los huesos al pie de un árbol, cerca del arroyo. No le importaba compartir las sobras con las alimañas de los alrededores que probablemente alcanzarían el lugar al caer la tarde.

Con el estómago lleno, complacido y satisfecho, inspeccionó las ropas de los dos muertos. Las encontró demasiado viejas y raídas como para poder hacer nada con ellas, y las arrojó al río. Inspeccionó sus bolsas y encontró monedas y algunas cosas de mediano valor. Enterró entonces todos los cuchillos y armas que encontró, y se llevó los saquitos de cuero tintineantes a la roca donde la hoguera apagada ya se había enfriado.
Añadió el botín a la pila de objetos abandonados y se dispuso a encender una nueva hoguera utilizando dos piedras redondeadas por el agua del arroyo. Dos le habían alimentado más que uno, pero si aparecía otro, o incluso más, no desperdiciaría la ocasión.



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