domingo, 22 de mayo de 2016

Mazmorras

Se pasó la mano por el rostro y con la yema de los dedos ejerció presión sobre sus párpados, tratando de aliviar el escozor de sus irritados ojos. Cuando levantó la cabeza para dejar de leer y vio la oscuridad de la noche a través de la ventana, supo que había pasado demasiado tiempo leyendo, tanto que ni si quiera sabía qué noche de qué día era aquella. Se levantó de la gran silla de piel y madera y caminó entumecido hasta la ventana. Abajo, en la plaza, los faroles seguían prendidos y la gente de la ciudad continuaba con una celebración de varios días. Los adoquines de piedra estaban cubiertos de vino y cerveza, los grupos ruidosos iban de aquí allá, tropezándose entre si, había música, cantos, risas, gritos. Desde su ventana el gobernador no recordaba una fiesta en la que los ciudadanos ebrios no terminasen peleándose entre si por alguna discusión absurda y nimia, magnificada hasta extremos ridículos.
En aquella ocasión, no era una celebración típica; un momento social en el que los vecinos aprovechaban para embriagarse, murmurar, extender chismes, cortejar, robar, retarse y perderse entre las multitudes de rostros poco a poco transformados a medida que la noche se aproximaba al nuevo día. Todos allí abajo bebían y cantaban por un mismo motivo, solo uno y el gobernador, que comenzaba a sentir el cansancio de una edad temida por los hombres, no podía más que sentir recelo por todos ellos.

Se apartó de la ventana, abrumado por sus propios pensamientos, y regresó a la mesa donde el libro continuaba abierto. Pasó los dedos por una de las viejas hojas amarillentas y se dirigió a la puerta de su dependencia. Fuera, a ambos lados de la puerta, dos guardias con casco de bronce y alabarda vigilaban como estatuas que formasen parte de la decoración de guerra.

—Llevadme a las mazmorras — ordenó con la voz cansada.

Ambos soldados se pusieron en marcha. Uno en cabeza, otro a sus espaldas, custodiaron su camino a través de las estancias y pasillos de piedra hasta salir del confort de la gran casa. Entraron en las dependencias de los guardias, traspasaron la primera muralla y llegaron hasta uno de los torreones que servía como entrada a las mazmorras subterráneas. Una vez dentro, el hombre tomó una de las antorchas y se volvió hacia sus centinelas.

—Id a descansar lo que queda de noche y que otros os releven hasta el amanecer. No quiero volver a ver vuestros cascos hasta pasado el mediodía.

Los dos soldados saludaron con absoluta marcialidad y obedecieron dejándole a solas en el túnel de roca que daba paso a los diferentes niveles de celdas. En aquel lugar oscuro y húmedo iban a parar los peores criminales, aquellos que, después de una serie de juicios, se los condenaba a un encierro que duraría lo que tardasen en morir de hambre y sed. En los niveles más bajos se confinaban a los peores hombres, mientras que en los superiores se encerraban temporalmente a aquellos reos a los que les esperaba una muerte pública. Un verdugo daba muerte del modo deseado por la mayoría, y su cuerpo era arrojado por el acantilado que separaba la ciudad en dos mitades.
No tuvo que descender ningún piso, y después de unas cuantas decenas de varas a través de los pasillos estrechos, se detuvo frente a una de las puertas de grueso hierro, negra, sin ningún tipo de abertura o ventana. De su cinturón ancho de cuero pendía la vaina de una espada ligera a un lado y un manojo de llaves de todos los tamaños, todas oscuras y viejas, pero sólo había una romboidal que servía para abrir aquellas puertas. La escogió con el tacto de entre todas las demás, la desprendió del resto e hizo girar tres veces las dos cerraduras que fijaban la puerta a la hoja. Cuando logró abrirla, un hedor a humedad y humanidad emergió del interior como si hubiese tomado forma tangible. Casi era capaz de masticar la peste que se le metía como dedos tibios por la boca y la nariz. Sin traspasar el umbral, el hombre iluminó el diminuto interior con la antorcha y arrojó luz sobre un cuerpo tendido en la fría piedra, con la espalda apoyada en una de las paredes y la cabeza tan caída que parecía tener el cuello roto. Sin embargo, en la soledad de aquel lugar umbrío era capaz de escuchar una leve y lastimera respiración irregular.

—Deberías haber muerto de sed hace tiempo, pero ahí estás, paladeando aún la fetidez de lo poco que le queda a ese cuerpo miserable.

Su voz era como un insulto proferido con la mayor repulsión que podía sintetizar verbalmente. Pero mayor era la rabia, que le obligaba hablar pausadamente para no atragantarse con sus propias palabras. Al oírle, el reo comenzó a reír débilmente y de inmediato un ataque de tos seca le sacudió el cuerpo. A penas tenía fuerzas para separar la barbilla del pecho.

—¿Habéis venido a compartir mi almuerzo? —preguntó agotado antes de que su saliva convertida en arena se agarrase de nuevo a su garganta y le hiciera toser con mayor violencia.
Estiró las piernas y un intenso olor a putrefacción se esparció por el aire, haciendo que el gobernador arrugase la nariz y retirase hacia atrás la cabeza, mas no se movió de su posición.

—El pueblo quiere ver como un verdugo cercena tu cuello hasta hacer saltar tu cabeza. Algunos quieren llevarla en volandas como un trofeo, clavada en una pica. Es una mayoría, pero los hay que creen más justo entregarte vivo a la muchedumbre para que ellos mismos te despedacen con sus manos. En toda mi vida, y he tenido que dictar sentencia a muchos cientos, había aceptado la crueldad que a veces me imploraba mi gente. Pero ahora... Ahora que puedo verte bien, ver lo poco temible que resultas ahí echado, ahora que puedo oler de qué está hecha tu alma negra, desearía ceder a ese instinto y sacarte yo mismo los ojos de las cuencas.

El cabello lacio, largo y sucio del reo ocultó un gesto, no de burla, si no de desagrado, mientras levantaba un poco la cabeza y volvía a balancearla.

—Pero he leído mucho sobre los hombres como tu —prosiguió —. Una resistencia increíble y un espíritu de invencibilidad envidiable. Los panaderos, herreros y zapateros caerían agotados todos ellos antes de que tu te tambaleases por las palizas. Algo tan cruel, de raíces negras tan profundas, sólo merece ser cortado de un sólo golpe y de modo definitivo, demasiado rápido, tal vez. Mis pobres hijos... —su voz flaqueó —. Ellos no tuvieron tal suerte.

—Sus hijos —murmuró quedamente intentando alzar la vista para mirarle. La puerta abierta era una suerte de ventana al exterior que renovaba el viciado y pesado aire que retenía en los pulmones, y notaba su sentido estabilizándose poco a poco —. Eran hombres, no niños. Los hijos de nobles, reyes y justos gobernantes suelen ser instruidos para blandir espadas en virtud de sus honores y el de sus padres, pero no reciben la disciplina que les enseña a reconocer en qué momentos deben o no interponerse en el camino de un hombre desesperado. Lucharon bien, pero me resultó tan sencillo sacudírmelos de encima que casi llegué a sentir lástima por tal desperdicio. Debió darles a sus hijos esos libros, de paso que les enseñaba a no subestimar a una bestia, como dicen que soy, cuando va desarmada.
Como cabría esperar, el gobernador se sintió profundamente ofendido. Adolorido aún por la recentísima herida de haber perdido el mismo día a sus cuatro hijos varones, maldijo al asesino, a sus manos, al maestro de espadas que instruyó a sus vástagos, a la loca decisión de acudir juntos a la defensa de la torre principal y a sí mismo por no haber hecho nada por evitar un desenlace tan descorazonador y al mismo tiempo previsible como había sido aquel. Maldijo a los guardias que no repararon en aquel hombre, demasiado acostumbrados a los rasgos extraños y exóticos de las muchas y diferentes personas que cada día visitaban la ciudad del cañón. Maldijo y escupió sobre todas las cosas, salvo en la oportunidad que le estaban brindando los misericordiosos dioses en aquel preciso momento.

Sin soltar la antorcha, y notando sus ojos empañados por la rabia y el dolor, llevó la otra mano a la empuñadura adornada de la pequeña espada para desenvainarla suavemente, midiendo con cada gesto la naturaleza de sus pensamientos y de lo que deseaba hacer. A penas alargó un poco el brazo, fue capaz de tocar con la punta del filo el mentón del condenado y hacer le levantase la cabeza. Y no vio más que negrura y locura en los ojos que se cruzaron con los suyos.

—Deberíais dejarle eso al verdugo. Ambos sabemos que me queda mucho para morir de sed.

—Debería ensartarte, lo suficientemente despacio como para que tuvieses tiempo de suplicar, pedir perdón, llorar y notar como se te pudre el cuerpo antes incluso de que llegues al último sótano del infierno.

La idea no impresionó al reo. Más que eso, pareció encontrarla atractiva.

—Mi cuerpo lleva mucho tiempo pudriéndose —aseguró mientras el frío acero le acariciaba la nuez —. No soy un hombre cruel, creedme, aunque haya actuado con crueldad en el pasado. Hace unos días asesiné a cuatro cuyos destinos colocaron ante el hombre equivocado. Hijos del hombre equivocado. Como me imagino lo han sido todos hasta ahora.

El hombre apretó los dientes y el filo contra la piel al mismo tiempo, y un hilo de sangre negra comenzó a recorrer la garganta hasta las maltrechas ropas del prisionero. Este, en cambio, a penas se inmutó. El dolor punzante era casi placentero, como si hiciera revivir su nervio tras lo que le había parecido una eternidad encerrado.

—¿Lo haréis? —preguntó entrecerrando los ojos.

—Lo haría si ahí arriba no hubiese una muchedumbre enloquecida deseosa de ver cómo te despedazan. Pero quizás debería olvidarme de todo eso y hacerlo yo mismo, nada me complacería más y cuanto más lo pienso menos problemas encuentro. Vería en sus ojos cierta decepción, pero no me culparían. Podría... Podría y me tientas con ese desdén sin medida. También he leído sobre eso. Un absoluto desinterés por todo y por todos.

—Tantos libros.... —masculló el prisionero —y seguro que sois un hombre enormemente supersticioso. Es lo que ocurre cuando uno lee tanto sobre dioses, monstruos y espíritus vengativos.
El hombre apoyó la punta de la espada en su hombro y comenzó a ejercer cierta presión. Notó como el cuerpo se resentía bajo la herida pero no escuchó queja alguna.

—Ya he pagado por mis pecados, miserable. No me quedan herederos —aclaró —y tu muerte no representa un remordimiento para mi. Al contrario, hay dioses conmigo ahora que me apremian a vengar las almas de mis buenos hijos.

El reo levantó la cabeza. No sentía tales presencias, pero tal vez el gobernador si, o tal vez no fueran más que sus demonios propios susurrándole que hiciese lo que tanto deseaba, aquellas voces tentadoras que tan a menudo se pegaban a los oídos de los hombres desesperados y cegados por pasiones terribles.. Le miró y no vio más que un anciano acabado, cansado y dolorido. Aunque no llegase a comprender aquel dolor, sí podía comprender que aquel no era ni de lejos un hombre que mereciese el infierno. No al menos al infierno que parecía pretender caer por conseguir tan ínfimo alivio.
La punta afiladísima se hundió en su carne y no pudo evitar retorcerse un poco, ahogando un gruñido. Alzó una mano y envolvió el filo entre sus dedos, impidiendo que siguiese avanzando.

—Quizás si debería pedir clemencia ahora que mi vida languidece tan penosamente entre estas paredes y vuestra afilada hoja —balbuceó con debilidad y los ojos del gobernador brillaron —, pero mi carne será igualmente atravesada y no hay piedad que escuche mi corazón corrompido. No hay piedad aquí, ni más allá de esta noche de lobos hambrientos. No habrá nunca consuelo, ni calma ni paraíso. Se abrirá el cielo y caerá en mil pedazos en el fin de los días y sólo entonces mi eterna batalla llegará a su fin. Ahora o mañana, cuando la sangre deje de recorrer mis venas y ese filo vuestro brille al otro lado de mi cuerpo, estarán al otro lado aguardándome las ascuas en los ojos de todos aquellos que ajusticié a la ligera. Cabalgarán sobre mis huesos hasta astillarlos, tantas veces como persigan las lunas a los soles. Mas recuerda —alzó la vista y clavó los ojos en los del gobernador, tan ansioso de darle muerte como de escuchar razones por las que no hacerlo—Mi mente está igual de afilada. Esta noche, cuando hayas caído sobre tu cama, agotado, tristemente embriagado por un triunfo menos que mediano, mi recuerdo y fantasma se presentará en tus sueños desde el pestilente infierno. Te atormentará cada vez que pliegues los párpados con visiones de lanzas atravesándome la garganta, a los perros errantes comiéndose mi carne mientras agonizo noche tras noche por un sólo instante de sosiego en una eternidad de merecidas calamidades. Mátame ahora, cumple con tu deber y acalla esas voces y recuerda después, que antes los jueces del más allá, mis pavorosos crímenes de guerra y este acto que vas a cometer no se distinguirán de origen, y serás tan despreciable asesino como yo.





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