martes, 20 de diciembre de 2016

La dote

La primera vez que ocurrió, fue también el momento en el que tuve la certeza de que nunca podría protegerla, y fue peor el miedo que vino después, durante los años siguientes, aflorando con más intensidad cada vez que aquella bestia volvía a mi memoria. Se convirtió en mi propia pesadilla, pero ella era tan pequeña, tan inocente...

La mujer, que en principio se había mostrado rígida e intransigente, demasiado preocupada por la seguridad de su preciada hija como para ser cruel incluso con ella, comenzó a relajar sus hombros en señal de derrota. Una derrota que la había estado atormentando desde aquella primera vez y que había tratado sin el menor éxito borrar de su mente.

— Háblame de ello —pidió el alegre viajero de ropas coloridas—. No me han dado detalles ¿Qué ocurrió exactamente?

La mujer se retorció los dedos con nerviosismo y su vista se perdió a través del vapor de la jarra.

— Fue el día de su ungimiento. No habían nacido niñas en los últimos quince años y fue... Oh. Toda la aldea estaba enamorada de ella. Y yo también, y su padre. Era una hermosa niña sana que trajo la felicidad no sólo a nuestro hogar, si no a los de nuestros amigos y vecinos —el recuerdo le dibujó una sonrisa amable y nostálgica. Más allá del vapor, aún podía ver el rostro de su bebé.

Pero el velo se difuminó cuando el hombre tomó la jarra y se sirvió otro poco, devolviéndola a aquella mesa y a la delicada situación que tenían entre manos. Ella suspiró y guardó las manos bajo la mesa, sobre su regazo.

— Oí sobre un incendio, una catástrofe sin igual. Pero sin detalles. Es curioso como los pueblos apartados atesoran sus recuerdos y dejan que se difuminen con la historia. ¿Sabéis, señora? Es así como se forjan las leyendas —él sonrió con amabilidad, pero ella sólo le devolvió una mirada cortante y enfurecida. El hombre feliz no se inmutó por ello—. Entiendo que los amargos recuerdos pesen, por favor, disculpadme y proseguid.

— No fue solo un incendio, fue una tragedia de la que nuestros amigos jamás pudieron recuperarse. El día del solsticio se le celebra a Jonos, como bien sabéis, y todos los muchachos, niños pequeños y jovencitos estaban reunidos en el templo, junto con sus padres, celebrando el comienzo de la retirada del verano. En ese templo mi niña había estado recibiendo la primera bendición de los dioses a penas unas horas antes.

— ¿Todos murieron? —preguntó el hombre con actitud seria y solemne, aunque sin rastro alguno de compasión.

— No todos, no. Los adultos... salieron. Los niños murieron —corrigió ella notando un nudo en la garganta—. Todos ellos, desde las criaturas que a penas gateaban hasta los jóvenes que esperaban celebrar su comienzo como hmbres. Todos ardieron —sus hombros se hundieron todavía más—. Fue tan terrible, que al norte, en las montañas, todavía hay gente que dice oír los lamentos arrastrados por el viento, el olor del fuego, de la madera convirtiéndose en polvo y la carne hecha cenizas. Y yo estaba en la ventana, con mi criatura en brazos. No entendía qué estaba ocurriendo. No llegué a comprenderlo nunca.

Se hizo el silencio y el hombre, impasible, respetó el dolor de la mujer aunque no le prestó atención. Saboreó un trago caliente y meditó para sus adentros acerca de cómo las gentes humildes generaban sus propios demonios después de una gran pérdida. Poco impresionado, chasqueó la lengua y se dispuso a tomar una de las frutas de un cestillo cuando la mujer retomó su historia.

— Esa noche yo tuve que quedarme. Durante mucho tiempo creí que el pueblo entero nos había maldecido por aquello. Por envidia, por el dolor. Yo me había retirado con mi recién nacida y no podía abandonarla mientras todos trataban extinguir el fuego, desesperados.  Durante los meses siguientes todos me miraban, podía notarlo. Mirad, ahí va esa... Ramera de la fortuna, les oí decir una vez. Y yo no podía contarles lo que ocurrió aquella noche, no pude, sentí que sería peor que lo supieran. De saberlo, entonces me condenarían a mi y a mi familia al destierro. Estoy segura de eso.

— ¿Qué más ocurrió? —retomó su interés al comprobar que la mujer se sentía más abatida por su propio secreto que por el atroz suceso en el templo de la aldea.

Ella se encogió sobre si misma y trató de refugiarse en la tenue luz de la mañana que empezaba.

— Era muy tarde, de noche. Yo no era capaz de conciliar el sueño. Mi niña estaba en su cuna, en el cuarto de al lado, y mi esposo entró por la puerta de nuestra habitación cubierto entero de hollín. Había estado llorando y peleando, pero cayó derrotado al borde de la cama. Cuando quise preguntarle, rompió a llorar de nuevo, y en su ropa traía el olor de la muerte. Entonces lo oímos.

La mujer tragó saliva y fijó la vista en un punto de la mesa, como si su recuerdo estuviese justo allí.

— Era como... un golpeteo, un chirrido repetitivo que provenía de la habitación de mi bebé. Poco después de que empezase la oímos llorar, y fuimos corriendo a su habitación pero....

— ¿Pero?

Ella negó con la cabeza.

— No logramos cruzar el umbral de la puerta, nos quedamos paralizados. La habitación estaba... oscura, fría. Había algo dentro, pero no lo vimos enseguida. Sentí que me había metido entre las fauces de una bestia infernal y que su lengua serpenteaba a mi alrededor.

El hombre, que escuchaba con atención, movió la cabeza tratando de apremiarla para que prosiguiera. Ella le miró, esperando no encontrar prejuicio en aquel par de ojos azules.

— Una sombra. Al principio parecía una simple sombra, pero... era lo que estaba haciendo llorar a mi niña. Era un... parecía un hombre. con el cuerpo negro, el rostro negro, creí poder ver a través de él pero se materializó de forma espantosa. Era un gigante hecho de sombras, hombros y espalda muy anchos, desnudo, muy, muy alto, con los brazos flacos que le llegaban casi hasta el suelo. Y tenía garras —hizo una pausa y se humedeció los labios. Poco a poco el recuerdo se volvía nítido y eso la incomodaba—. Garras en sus manos, largas y finas. Sus piernas se doblaban como las de una gallina, y allí también tenía garras que se hundían como raíces en el suelo. Aquella oscuridad salía de él, y nos miraba. Tenía unos ojos que parecían vernos desde muy lejos, y no parpadeó ni se movió. Sólo mecía la cuna.

Era la primera vez que contaba aquello, y de pronto notó su error. Suspiró pesadamente y dejó caer la vista, incapaz de atreverse a interpretar una posible mirada de burla. Pero el hombre no se estaba burlando de ella. De pronto, las historias que había oído sobre aquella muchacha carecieron de importancia. Supo enseguida que su intuición no le había fallado.

— ¿La estaba meciendo? ¿La sombra? —preguntó y la mujer volvió a mirarle despacio.

— Con una de sus garras. Tenía la cuna agarrada por el cabecero, y tiraba de ella, de un lado a otro, tan rápido y con tanta fuerza que el bebé iba de un lado al otro y por un momento creí que se caería. Y ella lloraba, y lloraba. Y yo no podía moverme. Cuanto más mirábamos, con más fuerza empujaba la cuna de un lado a otro. Hasta que paró de pronto. Como con un parpadeo.

El hombre alegre de ropas coloridas se movió en su asiento y sus joyas tintinearon. Se recostó en el respaldo de su silla y guardó silencio mostrando una simulada preocupación para evitar que la mujer creyera que la estaba juzgando.

— Sencillamente, de un momento a otro, todo paró. La sombra desapareció y la luz del cielo nocturno volvió a bañar la habitación. En mi cabeza seguía oyendo el llanto desesperado de mi niña, pero en realidad ya no estaba llorando. Creo que no lloró en realidad. Cuando por fin conseguí entrar, me acerqué a la cuna y allí estaba, profundamente dormida. De nuevo me pareció la criatura más hermosa que había visto nunca.

Tras un momento de pausa, el hombre se permitió tratar de animar la conversación. Dio un respingo con una sonrisa y volvió a llenar los dos tazones con la jarra humeante.

— Nuestro contacto a medias no mencionó detalles tan íntimos, por supuesto. Pero si que me habló de las sacerdotisas. Sin sus palabras, sin el empeño tan exagerado que puso en conseguir que me plantease esta transacción, no estaría aquí.

— Ellas simplemente me dieron la enhorabuena —dijo sin más la mujer desganada—. Dijeron que los dioses me habían bendecido con una niña, y que ella era una niña doblemente bendecida, que no era otra cosa que un poderoso don. Pero... ¿un don? ¿Qué clase de dioses otorgan dones así y a criaturas inocentes? Me hablaron de sueños, de profecías... Pero yo se que aquello sigue estando con ella. Hay monstruos, demonios viviendo a su lado, dentro de ella, que salen mientras duerme. Nunca recuerda nada, y creo que es mejor así. No puedo —su voz se rompió momentáneamente—, no puedo protegerla. Lo se. He hecho todo lo que pude, y sin embargo dentro de mi siento que nunca será suficiente. Debe estar con alguien que pueda comprenderla y protegerla de verdad.

Aquellos fueron las palabras mágicas. El hombre sonrió complacido para sus adentros y se acomodó todavía más en su silla. Estaba plenamente satisfecho con lo que le parercía un trato y una oportunidad irrepetibles. Pero era un hombre cauto, sabio en aquellos menesteres y no podía mostrarse impaciente o con prisa. Se tomó su tiempo para consolar a la exhausta madre, para dedicarle sus más afectuosas palabras, plegarias y deseos. Debía procurar que no se echase atrás, no ahora que habían llegado tan lejos, que había viajado tanto por incómodos caminos para llegar hasta aquella mesa. Pero, en su interior, ya estaba saboreando el premio, el triunfo. La chica de los sueños proféticos, se dijo a si mismo. La chica que jamás ha visto con sus ojos nada más allá de su jardín, y que sin embargo podía ver los horrores más inmundos de aquella vida y de la otra, tal vez. Y por tan sólo un puñado de cabezas de ganado.