sábado, 23 de abril de 2016

Las ruinas de Kattbalar

Se había alzado hacía más de dos siglos como el castillo más recio e imponente de las tierras grises de ceniza. Construido sobre una colina próxima al mar, en la cima de un acantilado, su torre del homenaje podía verse desde varias leguas de distancia, como la lanza de un soldado inquebrantable, siempre vigilando. La brisa salada había traído antaño a viajeros y mercaderes de todos los rincones del continente.
Las sedas, especias, criaturas exóticas de extraño pelaje, aves coloridas y todas las joyas hechas de todos los tipos de piedra, metal y conchas, se amontonaban en las calles, cuando, con cada luna llena, el mercado se convertía en una ruidosa fiesta bañada por los soles durante el día, y los faroles verdosos y dorados por la noche. Durante días, las caravanas iban llegando llenas de mercancías lejanas y partiendo al hogar con otras muy distintas. Bardos, bailarines y taberneros llenaban sus bolsas, y el gobernador se honraba a sí mismo y a su familia celebrando banquetes para los residentes del castillo y sus visitantes.

Dos siglos después, la comida, las canciones, las luces, los ruidos y los olores se habían hundido en el mar sureño. El castillo había desaparecido. En su lugar había un suelo de piedra agrietado y cubierto de lodo seco. Los muros eran serpientes de roca rota que bien podían ser caminos, y de la imponente torre del homenaje no quedaba más que un semicírculo derruido, con un esqueleto de escaleras en espiral quemadas. Las ruinas se alzaban a duras penas sobre una colina carbonizada en la que no había vuelto a crecer ni una brizna de hierba. La tierra se había secado y agrietado, e incluso las pequeñas alimañas sin miembros parecían evitar aquel lugar.
Toda luz se había reducido a una pequeña hoguera de estiércol entre los cascotes, los manjares dulces y ácidos en una simple sopa de pellejos secos cociéndose lentamente y las canciones en una vieja poesía que entonaba un anciano caminante para calentarse y sobrevivir al otoño que moría.
Al menos aquella noche tenía una acompañante, otra viajera, con menos de la mitad de sus años, atraída por la luz en lo alto de la colina que le había prometido calor y una probable cena. Lo que se había encontrado al llegar, pese a no haber logrado cumplir ni lejanamente sus expectativas, resultó reconfortante dada la calidad pésima de sus jornadas de viaje desde hacía meses.

Con los labios casi pegados y un hilo de voz inaudible, mientras el viento silbaba alrededor, el anciano volvió a recitar una parte: 

Ya casi estoy, amada mía, como cada noche en mis sueños te prometía.
No habrá guerra que me impida buscarte, en esta vida, en la hora de la victoria, 
ahora que es un nuevo día.
Ese sol que brilla y busca tu ventana por encima de las colinas, es mi alma 
que te esperaba adormecida. Ya voy, amada, acude al balcón donde ayer mismo te quería.
Subiré alargando mi mano, y la victoria como regalo, brindaré ante ti con la mano tendida.

— ¿Qué canción es esa? —le preguntó con su voz aguda, una muchacha de cara sucia y ojos enormes, brillantes a las ascuas que brotaban de las boñigas de una mula casi tan vieja como su dueño —. No es muy feliz, aunque es la mejor canción que he escuchado últimamente.

El viejo torció la boca bajo su espeso y desaliñado bigote. Las arrugas de su rostro como pliegues caían de tal modo que sus ojos quedaban casi escondidos tras las cejas. Contestó primero con un gruñido cansado y atizó el fuego.

— Un poema de después de la guerra, cuando las tropas de la sangre hicieron caer sus rocas negras sobre el castillo. El soldado del poema vuelve después, mucho después, tras un largo viaje por las guerras de su propio señor. La mano de una de sus hijas le había sido concedida si volvía vivo, y era uno de esos amores correspondidos de los jóvenes. Ella le aguardaba en su balcón de enredaderas y azahar, y él ansiaba, con cada noche que caía, volver a llamarla desde abajo por su nombre al amanecer. Pero volvió y ya no quedaba nada. La tierra había sido quemada y regada con sal, se dice que incluso apresaron a todos y los llevaron lejos, para que al matarlos la sangre no retornase a la tierra para curarla. Pero él... —hizo una pausa insegura y luego sus barbas canosas y amarillentas se movieron en una sonrisa—.
A la joven no le pareció una sonrisa alegre, de hecho, los ojos hundidos bajo los pliegues de piel le parecían transmitir un enorme pesar. Ella esperó, pero el anciano no dijo nada más.

— Es una canción horrible —dijo ella —¿Qué ibas a decir? ¿Él fue a vengarla? ¿A su pueblo, al castillo?

— No es una canción, es un cuento de miedo —puntualizó el hombre removiendo la sopa por el lado del palo con el que no había azuzado el fuego —. Aquí las canciones callaron después de todo aquello, en su lugar quedó un eco muerto y las madres han contado desde entonces a sus hijos la historia del caballero y su dama, doncella y princesa. A veces los poemas se cantan para ocultar la verdad, y la verdad es que la chica se murió de pena al saber que su prometido, con el que se habría fugado de todos modos si su padre no lo hubiera enviado lejos, acudía al otro lado del mundo a una guerra incierta. Él murió luchando, en cuanto pisó el campo de batalla una flecha le cruzó el corazón. Se dice que ambos murieron al mismo tiempo, dos corazones unidos quebrándose a la par, un amor puro que se mantenía pese a la distancia. Esas cosas... de jóvenes —farfulló para finalizar.

La joven frunció la frente y apretó los labios, abrazándose las rodillas.

— Y además de horrible, triste. Supongo que aquí es lo que abunda, justamente. Historias tristes y tierra seca.

La charla quedó interrumpida. Un sonido de pasos de metal les indicó que ya no estarían solos por más tiempo. La muchacha enderezó la espalda y echó mano del cayado que la ayudaba a caminar, dispuesta a defenderles. El anciano, en cambio, siguió pendiente de su pobre guiso.
Por la colina asomó primero una cabeza, una sombra recortada contra la noche, y poco a poco un cuerpo que se contoneaba torpemente. Los pasos sonaron con mayor intensidad y por la ladera del oeste apareció un hombre con el rostro enrojecido por el esfuerzo y cubierto de hollín y sangre de pies a la cabeza, como si acabase de volver de una turbulenta batalla. Fatigado, se obligó a seguir andando y se internó en las ruinas, cruzó el maltrecho patio que antaño había estado cubierto de flores y arcos de piedra, pasó por delante de la pequeña hoguera ignorando a los dos viajeros, y más adelante cayó de rodillas frente a lo que quedaba de la torre central. Alzó los brazos y en lo que parecía un lamento, tan sólo el viento tuvo voz.

La muchacha, que se percató de inmediato que no había reparado en el rostro de aquel misterioso hombre, demasiado absorta por encontrar otra alma en aquel paraje desolado, lo observó con los ojos muy abiertos, miró al anciano, y luego volvió la vista al extraño que continuaba clamando en un sepulcral silencio.

— Quién.... ¿conoces a ese? —murmuró la muchacha sin parpadear, viendo como los brazos del hombre caían como un peso muerto y su cuerpo comenzaba a temblar por el llanto.

— Ella hace mucho que está muerta —le dijo el viejo apartando la cacerola del fuego —. Y él también.



***


domingo, 10 de abril de 2016

Bautismo de Sangre

La gruta rocosa y desnuda que había escogido la vieja arpía para el ritual estaba completamente aislada en el exterior. Oculta en un alto risco, en ella no entraba la mortecina luz de la tarde invernal, ni el ulular del viento arremolinándose sobre la ladera, ni el canto de aves, ni olor alguno. Sólo se escuchaba el goteo incesante del agua filtrándose a través de la roca. Mientras, faenaba yendo de un lado a otro de la cueva, una cueva húmeda, aunque nunca lo suficiente para ella, iluminada por docenas de cirios de llamas violáceas que había estando encendiendo desde su llegada.
Esperando a que la hora llegase, comprobaba ansiosa que todo estuviese en su lugar. Que los cirios se mantuviesen prendidos, que el dios al que se disponía a agasajar generosamente estuviese cerca, atento, y que el pozo de la ofrenda, un agujero profundo excavado en la propia roca en el centro de la cueva y llenado por completo de sangre humana, fuese perfecto para el ritual.

Era aquel un día especial para los futuros guerreros consagrados. Pero también lo era para ella. Un día así era una de las pocas ocasiones en la que podía estar sola. La humedad de la cueva era lo más próximo al agua que se le podría permitir estar. Era sin duda un día de júbilo, más cuando, por encima de todas aquellas cosas, iba a encontrarse a solas con al menos dos centenas de hombres que, uno por uno, llegarían a la cueva para que la mujer finalizase la iniciación. Sería la única dueña de aquellos hombres, la poseedora durante breves instantes que se le antojaban un dulcísimo regalo. Tenía muchas prohibiciones y tajantes obligaciones pero su mente, su fantasía hambrienta, no estaban restringidas de ningún modo ni perecían bajo prohibición alguna.

Se relamió pensando en ello, bailoteó a solas al rededor del pozo lleno de sangre y, arrodillándose en el borde, fingió estar viendo su reflejo sobre la superficie roja. Rió histérica y se amasó el cabello cano y húmedo.
Antaño, hacía ya el suficiente tiempo como para que nadie la recordase de otro modo que no fuera con aquella decadente apariencia, había sido una hermosa criatura, aunque mortífera y traicionera. Habitó lagos y ríos, y nunca había salido del agua dulce. Aunque tenía una forma natural femenina, su aspecto y rasgos podían cambiar mágicamente y a placer según los gustos de sus víctimas. Los varones incautos que se aproximaban a beber o a dejar que sus animales se abastecieran, encontraban nadando a una bellísima mujer, joven o madura, o incluso infantil, a veces, que sólo habían podido imaginar en sueños. Y, embelesados por el sueño hecho forma, entraban en las aguas atraídos por el rostro que les sonreía, la voz que les cantaba y susurraba sus nombres. Todos conocían la infame naturaleza de las ninfas, pero pocos o ninguno recordaban nunca las historias ni los avisos al verlas disfrazadas de poco menos que diosas.
Algunas, ansiosas, acudían a ellos antes de que el agua les llegase a la cintura. Otras, más pacientes y crueles, jugaban con su presa escapando de ella nadando entre los nenúfares, escondiéndose entre las ramas de los árboles que crecían inclinados sobre la superficie, y reían, y llamaban. Pero todas ellas terminaban mostrando su verdadero rostro, ahogaban a los hombres con una fuerza brutal para después devorar su carne, triturando incluso los huesos con mandíbulas monstruosas.

En aquella cueva, la ninfa había dejado de ser hermosa, joven de apariencia, fragante, inocente. Su aspecto decrépito era el de una anciana escuálida a la que se le adivinaban las costillas bajo un fino camisón raído y mojado, pegado a la piel. Era de dedos largos y retorcidos, pelo escaso, arrancado a mechones, y lo que delataba su procedencia mágica; dos ojos blanquecinos, hinchados como huevos duros, ojos de ahogado, y un penetrante olor a humedad y putrefacción. Haber sido obligada a abandonar el agua hizo que se ajase de modo indecible y sucumbió a una locura terrible en la que no recordaba quién era, quién había sido. Su voluntad, anulada por la de su dueño, era un constante duelo entre la sumisión absoluta y la frenética llamada de sus instintos ninfómanos. El miedo al castigo, siempre presente, la mantenía aferrada al yugo de total obediencia como si su vida, y realmente así era, dependiera de aceptar la esclavitud como el único modo de poder seguir respirando.

Mientras balbuceaba y brincaba entre los cirios haciendo que las llamas temblasen a su paso, llegó el primero de muchos. Olió su llegada antes incluso de que se escurriese por la estrecha grieta que se ofrecía como entrada a través de un pasillo angosto hasta donde la cueva se ensanchaba, donde esperaba ella, relamiéndose de los labios el sabor de la masculinidad que había empezado a percibir mucho antes.
El hombre que había llegado se encontraba desnudo y descalzo, tal como debían presentarse todos, y tenía pies, manos y rodillas en carne viva de haber trepado por la escarpada pared de roca. Ella sonrió al verle y rió de modo enfermizo, él reprimió una mueca de asco. Todos la odiaban, pero aquella noche, todos le pertenecían. Resuelto y decidido, tal como le habían enseñado, caminó hasta el borde del pozo y esperó instrucciones bajo la atenta mirada de aquel par de ojos aparentemente ciegos.

— A partir de esta noche, todo cambiará para ti, querido — siseó con un encanto perdido mientras caminaba hacia él orgullosa, oscilante, pero muy lejos de conseguir el mismo resultado que hacía mucho tiempo —. Pero no te va a importar — continuó—, porque no lo recordarás. Entra.

Señaló con un dedo flaco y torcido al pozo y se apartó para darle paso. El guerrero estaba preparado. Todos los de su igual se habían adiestrado para aquel glorioso día. A partir de entonces, si el dios les aceptaba, no tendrían que volver a soportar jamás el peso de sus débiles y corruptibles almas. Aquel dios de rostro oscuro y turbio las soportaría por ellos, y se llevaría también el sentir, el adolecer, los temores y las infértiles dudas que quebraban la voluntad del hombre cuando, blandiendo sobre su cabeza la espada, flaqueaba y sufría ante el desconcierto que padecían todos los guerreros a la hora de disponerse a matar. No existiría nunca más la voluntad errante del sentimiento que fluctúa, porque no habría nunca más ni sentimiento ni voluntad.

Con los músculos tensos por la impaciencia, el guerrero entró en aquel pozo sin dudar y descubrió así lo profundo que en realidad era al quedar sumergido, un gigante de más de seis pies de altura como él, hasta la mitad del pecho. La sangre se mantenía tibia pese a la piedra gélida que la contenía.
La vieja arpía se arrodilló en el borde e hizo crujir todos los huesos de su cuerpo al contorsionarse. Para ella era fácil contactar con aquel dios, dejarse poseer por él, oírle, hacer que se le oyese. Alargó una mano por encima de la cabeza del hombre y le susurró con una voz que no era la suya.

— Cuando tu cabeza esté debajo, abrirás los ojos y me verás, o no saldrás jamás.

Sólo una prueba, la última, y no volvería a recibir más órdenes de aquella pestilente mujer de pensamientos corrosivos. En algún momento, cuando la mente de los soldados ya había sido lo suficientemente manipulada, deseaban fervientemente poder hablar con aquel poderoso dios de sangre ellos mismos, sentir que les hablaba directamente sin tener que recurrir a aquella intermediaria, para todos ellos, indigna de tal honor. Indigna, sobre todo, por su incapacidad de sangrar.
Dejó que la huesuda mano se le posase sobre el cabello y que le empujase hacia abajo, sumergiéndolo completamente.
Transcurrido un instante, el soldado había intentado liberarse pero la fuerza que ejercía aquella mano era insoportable. La sangre le había tupido los oídos y se le había metido en la boca, y, con los ojos aún cerrados, comprendió que no podía luchar. Se quedó quieto, confió, y abrió los párpados.
Entonces ella lo supo. Su interior se llenó de la satisfecha divinidad complacida, los cirios de llamas violáceas se tambalearon y sus luces vibraron amenazando con apagarse, la gruta rugió desde lo más profundo de la montaña, habló, rió, y la bruja rió con ella. El guerrero convulsionó de forma involuntaria bajo su mano y esta no se retiró hasta que el espíritu que habitaba la cueva pareció calmarse.

— El último dolor que sentirás, mi pequeño hombrecillo — gruñó entre dientes con la sonrisa crispada, dejando que emergiera del pozo.

Lo hizo despacio, como quien despierta apaciblemente de un sueño de calma y paz. Abajo, en cambio, había sentido ser todas las víctimas que habían sido asesinadas para llenar aquel agujero de piedra. Al abrir los ojos, él fue la carne que arrancaron, su garganta la que abrieron una y otra vez, sus miembros los que arrancaron. El gaznate ahogó gritos de terror, sus pulmones se encharcaron hasta reventar, sus órganos se licuaron y le corroyeron. 
Y al salir, se sintió renacer.

Como si su vida anterior, todo lo que había quedado antes de aquel pozo, no hubiese sido más que el sucio sueño y tormento de un vulgar mortal, observó que sus miembros estaban intactos, más sólidos que nunca, que su aliento persistía, que todo el dolor, miedo y desesperación desaparecían sustituidos por una placentera sensación de indiferencia por todo lo carnal, todo lo humano. Su cuerpo ya no era más aquel regalo de los dioses que debía cuidar y agradecer, si no un recipiente cualquiera hacia el que no conservaba el menor apego. Se sentía invencible, invulnerable, digno de su señor, su comandante y capitán, digno de formar parte de su ejército de gigantes, los conquistadores que jamás encontrarían montaña, océano o reino sobre el que no pudiesen hacer germinar sus destructivas semillas.

Y la marca, la inequívoca señal de que había superado con éxito aquella prueba para complacer a su nuevo dios, eran sus ojos. Teñidos con sangre, rojos e inyectados, jamás volverían a ser como antes. Podría lavar su piel, pero nunca sus ojos, los cuales verían hasta su muerte el mundo tal y como el dios quería que lo viese: siempre empapado en sangre.



***

domingo, 3 de abril de 2016

Ceniza Merodeadora

El hedor de los charcos secos de meados, ratas podridas y suciedad acumulada durante años se mezcló en el aire con el de la sangre recién derramada. Pero sólo la febril parturienta pudo apreciarlo.
Con el cuerpo encajado entre el muro húmedo y la losa de la misma piedra que servía como catre para lograr sostenerse, recogió con las manos a un recién nacido escuálido y pálido que no lloraba, antes de dejarse caer de rodillas sobre el charco que se había formado bajo ella.
Había orado sin descanso a los dioses desde que habían comenzado los dolores para que la hiciesen parir rápido, lo más rápido posible para minimizar el tiempo y conseguir no gritar en ningún momento. No le importaba el dolor, mientras fuese rápido y la desesperación no terminase llegando a ella haciendo que se rindiese a la necesidad de chillar. No le importaba el dolor si era rápido, y los dioses cumplieron. Dos de los carceleros que la habían encerrado la habían mirado con asco antes de arrojarla al sueldo de la pestilente celda, y uno de ellos le prometió tras escupir sobre un charco de sangre reseca que esperaría a que echase fuera al bastardo para matarlo él mismo y poder hacerle otro en seguida. Por ello, mientras mordía temblando un jirón de tela enroscado arrancado de su propio vestido, el esfuerzo hizo que su rostro se enrojeciese hasta perlarse de sangre.
Arrancó de sus sucias vestiduras otro pedazo de tela y envolvió al recién nacido con él. Si los dioses le hubieran concedido otra benevolencia más, se lo hubiesen entregado muerto. Pero el bastardo, que no lloraba, ni tiritaba ni balbuceaba, respiraba pausadamente con los ojos cerrados, tranquilo, y con los delgados brazos azulados plegados sobre el cuerpo.

— Le habéis hecho callar — pensó sonriendo entristecida, viéndolo como una cruel burla.

No quería mirarlo. Aunque fuese fruto de un deseo violento y feroz de un Señor de Caballos, sabía que, de acunarle, de saludarle amorosamente, de recorrer con un dedo maternal sus rasgos, comenzaría a gritar de desesperación lo que no había gritado en todo aquel agónico proceso, dándose cuenta demasiado tarde de que los carceleros regresarían de inmediato para degollarle delante de ella y hacerle lo mismo cuando hubiesen terminado de arrancarle el alma definitivamente.
Lo envolvió por completo, cubriendo también su cabeza, y lo dejó sobre el suelo en el lugar que ella había ocupado para parirlo. Después, comenzó a palpar la pared de piedra buscando uno de los ladrillos en particular. Se trataba de una losa estrecha, encajada en un hueco del grueso muro que, al quitarlo, dejaba una abertura al exterior por la que circulaba una brisa renovadora y luz. Incluso una luz mortecina de lunas y estrellas resultaba cálida y revitalizante si lograba penetrar en aquel espacio angosto, húmedo y apestoso.
Al topar con los dedos fríos con la piedra saliente, la agarró con desesperación y tiró de ella. La brisa de la noche golpeó su cara, le trajo olores del exterior, a agujas de pino, fruta madura que había caído sobre la tierra y leña ardiendo de los hogares que había dentro de la fortaleza. Cerró los ojos llorosos, y por un breve instante se dejó llevar por los aromas nuevos, por el frescor del aire, y olvidó donde se encontraba. Había descubierto aquel respiradero improvisado la misma noche que la habían arrojado al interior de la celda, y la facilidad con la que dio con él le hizo suponer que muchos antes que ella, en aquel mismo lugar, lo habían utilizado de un modo similar. Esperando el día del juicio, llamado así por ejercer sobre los reos un modo de tortura más; el de la falsa esperanza, pues no se trataba más que el día de las ejecuciones, muchos como ella encajaban la cabeza dentro de aquel hueco y probablemente se dejaban arrullar por el sonido de las copas de los árboles meciéndose a compás del viento, de la lluvia, si los dioses bendecían la tierra con purificadora agua, y con aire fresco y olores que con total seguridad les recordarían a sus hogares perdidos para siempre.
La paz duró poco. En seguida el dolor típico de la carne viva hizo que su vientre se endureciese, haciendo que se doblase sobre sí misma hasta llegar al suelo. Recordó dónde estaba, cuál era su delito. La pena de muerte la había condenado nada más tratar de exigirle al padre de aquel bebé su parte de responsabilidad. Un plebeyo cualquiera quizás la hubiese ignorado durante un tiempo prudencial, cediendo enseguida a entregarle comida, algunas aves de corral, o incluso parte del dinero que honradamente ganase. Incluso un Señor de menor categoría habría aceptado a regañadientes brindarle algún tipo de protección y facilidades para la crianza del niño, si finalmente consideraba que era suyo y el remordimiento le privaba de descanso. Pero no aquel Señor de Caballos, no uno de su clase y rango, el más rico de la ciudadela, el que abastecía a los jinetes de varias ciudades con los mejores animales, y no el que tenía por esposa a la mujer considerada la más bella y elegante de las que vivían dentro de las murallas. Que una pescadera desaliñada y en absoluto atractiva, indigna de un hombre como él, se atreviese si quiera a insinuar que el hijo que llevaba en el vientre era suyo, insinuar que que la habría encontrado momentáneamente deseable, constituía un insulto imperdonable, un intento de destrozar su buen nombre y reputación, y un chiste sin gracia para los hombres de confianza de aquel Señor, que tomó de inmediato su petición como una acusación injuriosa merecedora de una sentencia definitiva y tajante. Ninguno de sus hombres, ni si quiera los que sabían la verdad, mostraron atisbo alguno de duda en la palabra de su Señor.
La amenaza del carcelero volvió a su mente, golpeándole las sienes como un acero retorcido y helado. Presa de la desesperación, sollozando y balbuceando plegarias a quienes quisieran oírlas, tomó la determinación de que aquella bestia no tocaría a su hijo, y quizás, después de arreglar ese asunto, tampoco tocarla a ella. No se detuvo a pensar dos veces en la idea que le había cruzado la mente, una idea susurrante, pronunciada por una voz de serpiente, de seductor siseo. Supo inmediatamente de qué se trataba, pero no sintió miedo. Los dioses eran dioses, y sus ideas eran instrumentos valiosos que los mortales podían utilizar para liberarse de si mismos, de los monstruos en los que a menudo se convertían.
Tomó de nuevo a su bebé, con extremo cuidado, y contuvo la respiración tratando de no atragantarse con sus propias lágrimas. Lo dejó envuelto como estaba dentro del hueco en el muro, cerca de una caída de muchas varas, pero lo más lejos que podía dejarle de aquella fortaleza infame, y volvió a colocar la estrecha piedra cubriendo el respiradero improvisado. La oscuridad se hizo de nuevo, y en un instante los aromas suaves del exterior desaparecieron, saturándose el aire del hedor acre que lo impregnaba todo.

— Cuidad de él, tomadme a mi — suplicó con el rostro hinchado antes de buscar a tientas por el suelo algunos pedazos de roca que fue estrellando contra el suelo tratando de sacar de ellas lascas afiladas —, porque con absoluta fe aquí me entrego.

Fuera de la torre, al lado hacia donde se abría el ventanuco y que daba también hacia el exterior de la muralla, llegaron a su vez olores extraños hasta los árboles. Los altos muros y el torreón de los reos se alzaban hacia el cielo, ribeteándose contra un manto estrellado, y pequeñas criaturas nocturnas dejaron a un lado sus cazas y vidas para centrar la atención en el olor del bebé todavía sanguinolento que reposaba escondido en la fachada de la torre.
Eran merodeadores de ramas, kobolds arbóreos, uskahilds, o perrillos de cuatro manos como los llamaban en algunas partes. Las copas de los árboles se agitaron cuando un pequeño grupo de estas criaturas salvajes fueron atraídas por el aroma del recién nacido y decidieron emprender un ascenso por la fachada del torreón hasta dar con el origen de aquella curiosidad que les había llamado la atención.
Como si se trataran de sigilosas sombras, treparon con el cuerpo pegado a las piedras con increíble facilidad, y ágilmente se dejaron colgando boca abajo sobre el hueco aquel. Dos de ellas manosearon el bulto envuelto en trapos y uno metió entre los jirones de tela su hocico largo y arrugado. Otro lo espantó de un manotazo y le gruñó algo similar a un primitivo idioma. No necesitaban desenvolverlo para saber qué era. Las pequeñas criaturas, que medían poco más de una vara de alto, reptaron como lagartos por la pared de un lado a otro, al rededor del hueco, y el recién nacido comenzó a agitarse. Los tres que habían trepado hasta allí intercambiaron algunas palabras en aquel idioma basando en chasquidos y gruñidos, y resolvieron bajarlo y llevarlo a las ramas con ellos. Era habitual que los kobolds, vivieran donde vivieran, se colasen en las casas de los hombres para robar la comida que preparaban, y nadie se percataba de lo que había ocurrido hasta que las porciones de pan, tortas y queso disminuían notoriamente. Sin embargo, lograr robar un bebé humano era algo que no ocurría a menudo, y sin duda aquella noche, y las siguientes, hasta que dejase de ser una novedad, los merodeadores de ramas celebrarían la llegada de un nuevo y exótico miembro a su familia.
El recién nacido, una vez bajo la protección de decenas de pares de ojos enormes y brillantes y de las ramas de los árboles, fue desenvuelto, cuidadosamente examinado y adoptado bajo un nombre en virtud del color de su piel. Le llamaron Ceniza Merodeadora.

A la salida del segundo sol, el portón de la torre se abrió emitiendo un estridente chirrido y las voces oscas y las desagradables risas de los dos carceleros inundaron la aparente paz que había estado reinando en el interior durante las horas anteriores.
Cruzaron los corredores camino a una de las celdas donde un prisionero aguardaba ser llevado a la plaza de ejecuciones, pero en mitad de sus bromas en las que describían entre risotadas cómo la sangre había salpicado el palco, o como unas doncellas se habían desmayado en la anterior mañana, uno de ellos se desvió del camino para acercarse a la celda de la pescadera preñada.

— No hay tiempo — masculló su compañero sin mirarle, arrugando la cara en un gesto de asco.

— ¡No es más que un momento! — aseguró mientras se acercaba a los barrotes —. Tan sólo quiero darle los buenos días a mi princesa de tripas de pescado.

Al acercarse, al no ver bien, se quedó un instante en silencio sin comprender lo que ocurría. El otro carcelero chasqueó la lengua incordiado y se puso a su lado, levantando el candil de aceite que llevaba para iluminar el interior de la celda. En cuanto la luz dorada alumbró la piedra y el cuerpo, uno de ellos maldijo y otro escupió al interior del cubículo.

— Puerca maldita... — dijo el primero levantando un poco más el candil, tratando de iluminar las esquinas de la celda. El otro se inclinó hacia delante para poder ver a la mujer más claramente.

— Se ha rajado la garganta con un trozo de piedra — declaró repugnado al percibir sobre su piel blanquecina un corte brutal, profundo e irregular.


— Después de haber parido y haberse comido a su propio hijo — sentenció el otro.


***